Limpiar el jardín de «malas hierbas» es siempre una lección. Ya solamente el concepto de «malas hierbas» nos dice mucho, puesto que no existen las malas o las buenas hierbas, existen las hierbas de infinitud de clases, a las que definimos no en función de lo que ellas son, sino de la utilidad que tienen para nosotros. Estamos acostumbrados a mirar el mundo y ver en él a un montón de cosas que nos son útiles o inútiles o molestas, en lugar de ver un maravilloso y mágico abanico de formas de vida, cada una con sus características y propiedades. El utilitarismo se ha apropiado de nuestros corazones, y sí, aun sabiéndolo, limpiamos el jardín de «malas hierbas». En ocasiones hay que hacerlo, no queda otra, y este es el caso del abrojo, una planta hermosa, con unas flores amarillas perfectas y sencillas, que se convierten en unos frutos también hermosos, pero peligrosos. Ayer me pasé la mañana quitando abrojos del jardín, con cierta mala conciencia, pero también con un sentido práctico de lo que debía hacer para salvar las ruedas de las bicis y las almohadillas de las patitas de los gatos.
¿Y por qué debía hacerlo? El abrojo es una planta curiosa. Nace en los caminos y tierras incultas. Desde el punto en que la semilla germinada sale a la luz, forma una corona radial con ramas largas que van extendiéndose a ras de suelo. Sus hojas de un verde vivo son simétricas, y sus flores, pequeñitas, son de un vistoso amarillo. El problema son los frutos del abrojo:
«Estos frutecitos individuales son de consistencia muy dura y llevan dos espinas agudas patentes, de 10 mm de largo y medio centímetro entre puntas, y dos algo más cortas en posición dorsal y prácticamente perpendiculares a las dos más grandes anteriores»
Wikipedia

Esas espina son durísimas, se clavan en tus pies, en las suelas de los zapatos, en las ruedas de las bicis, en las delicadas patitas de los gatos o los perros… Es una forma inteligente que tiene esta planta de asegurar la pervivencia de la especie: clavándose de esta manera, sus frutos y las semillas que contienen obtienen un medio de transporte que les permite ir más allá, conquistar nuevos territorios. Es maravillosa la manera que encuentra la Naturaleza de asegurar la generación, las semillas de muchas plantas y árboles no se quedan en el lugar donde nacieron, sino que tienen el poder de viajar ayudándose del aire, de los animales o incluso del agua. Eso hace el abrojo.
Arranqué de raíz todos los que pude, con la sensación de que esa planta siempre sale ganando, que el poder generador de sus semillas es muy superior a mi persistencia en el esfuerzo de arrancarla. Y así es: siempre los hay nuevos, con sus frutos a punto de encontrar transporte, esas púas enormes preparadas para colonizar nuevas tierras y clavarse donde sea. Y no importa el tamaño de la planta, algunas veces una planta pequeña muestra ya unos frutos enormes, a punto de liberarse de su tallo y buscar una nueva vida en otro lugar.
Por la noche no me podía quitar de la mente la imagen del abrojo, esa corona perfecta de tallos extendiéndose a ras de suelo. ¿Si el abrojo supiera que voy a arrancarlo porque generará esos frutos con púas, los generaría igualmente? El abrojo es lo que es, no puede decidir si crea o no crea sus flores o sus frutos. Podía imaginarme a un abrojo consciente de que ese poder generador le llevará a la muerte, pero aun así, sin poder hacer nada por evitarlo, simplemente porque esa es su naturaleza y en ella no hay juicios, ni previsiones, ni proyecciones, ni miedo. Así es la naturaleza, cada ser hace lo que le es propio. Somos nosotros los que ponemos etiquetas a todo eso, llamándolo bueno o malo, útil o inútil, necesario o innecesario…
El abrojo no es responsable de pinchar las ruedas de mi bici. Él nace donde tiene que nacer, y cuando germina la semilla que le da la vida, todo sucede naturalmente. Se entrega a la vida y, por ser lo que es, da flores amarillas y frutos con púas, igual que el rosal da rosas y espinas no porque quiera fastidiarnos o agradarnos, sino porque esa es su naturaleza. No necesita nuestra opinión. La vida no necesita nuestros juicios de valor sobre todo. Y sí, ciertamente, el poder generador de la naturaleza es muy superior a mi tesón por arrancar los abrojos que veo en el jardín. ¿Cómo podría imaginar yo competir con ella y vencerla?
Vemos abrirse una flor y admiramos su belleza, sus colores o su perfume. Pero esa flor no necesita nuestra opinión, ni la busca, ni le interesa lo más mínimo. Se abre y se muestra generosamente aunque nadie la vea o la pueda oler. Da igual, la vida no necesita espectadores, ni aplausos ni abucheos. Y nosotros insistimos en ponerle etiquetas a todo y en darle a todo la importancia relativa según nuestros propios juicios e interpretaciones. Qué suerte tenemos de que la naturaleza no pueda burlarse de nosotros. O quizá sí lo haga, a su manera humilde y discreta.
Llegados a este punto, si el abrojo no puede decidir no aflorar sus frutos, ¿podemos nosotros decidir ser como queremos ser? Qué gran pregunta… Porque es cierto que lo mismo que hago con el abrojo intento hacerlo con las personas que no me gustan. No intento arrancarlas, desde luego, pero sí que las juzgo y emito sentencias sobre ellas, valorando cosas que desconozco, como si mi opinión fuera importante. Me quejo de lo que hacen o no hacen algunas personas, cuando en realidad debería pensar si son conscientes o no de ello. Porque si no son conscientes, es imposible que puedan hacerlo de otra manera. Seguramente así se lo dicta su naturaleza, y sus creencias aprendidas. En cambio, si yo soy consciente de eso, será porque está en mi mano hacer algo, entonces sí que es mi responsabilidad, sobre mí misma, no sobre el prójimo. Si soy consciente de algo es porque eso es responsabilidad mía, no puedo exigirle la misma responsabilidad a quien no es consciente.
No puedo exigirle al abrojo que no genere frutos con púas. No puedo exigirle a alguien que sea consciente de lo que no ve. Nuestra naturaleza pesa, no siempre es cuestión de voluntad. Hay cosas inevitables, porque para evitarlas y que fueran distintas, todo debería de ser distinto. Y ante esta realidad, solo nos queda aceptar. No podemos moldear el mundo a nuestro capricho o a nuestro criterio, tampoco podemos moldear a los demás, o hacer que vean las cosas de las que no se dan cuenta. Todos los seres humanos compartimos la misma conciencia, pero hay grados o estados distintos dentro de ella. Si el abrojo fuera consciente de que voy a arrancarlo por tener esas púas enormes, seguramente pasaría miedo, desearía no generarlas, vería el peligro en el que está. Pero aun así, no podría evitar que esos frutos con pinchos emergieran de sus ramas.
Agradezco al abrojo todo lo que me ha enseñado. Seguiré arrancándolo para salvar las ruedas de la bici y las almohadillas de las patitas de los gatos que viven en casa. Es un ser vivo que cumple con su cometido: vivir su propia vida. Puede que ahora lo arranque de forma más consciente, casi pidiéndole perdón y agradeciéndole su belleza. Y quizá pueda por fin dejar de juzgar las actitudes, las opiniones, las acciones de los demás. Vivir en el exterior de nosotros mismos nos impide dejar de juzgar, proyectar e interpretar. Solo el hecho de volvernos hacia adentro y ver lo que hay ahí nos permite simplemente mirar a los demás y sentir por ellos la misma compasión que por nosotros mismos. Y empezar a transformar lo que vemos. Sin culpas, desde la inocencia.
Gracias, abrojo.
P.D.: El abrojo tiene también propiedades curativas. Lo cual reafirma que nuestros juicios sobre todo lo que nos rodea son una visión particular, interesada y más bien corta de la realidad.
