Yo, me, mío

Qué interesante lo de «nuestros ojos» y «nuestra piel», ahora que lo releo. Porque esa es otra trampa que conviene descubrir. En realidad, nuestro cuerpo y nuestro «yo» son entidades que nos sirven, son herramientas para la vida en este mundo, pero no somos nosotros, no son lo que somos. Si conocéis algo de la filosofía Advaita, que significa no-dualidad, en este punto los maestros pondrían sobre la mesa que ni el cuerpo ni el «yo» son reales, sino proyecciones de lo que sí es real, la Consciencia Universal, el Creador, Dios… llamadle como queráis. En parte, es como si nos hubiéramos puesto una camiseta (el «yo») y un jersey (el cuerpo), y luego nos creyéramos que esas dos prendas somos nosotros, nos identificáramos tanto con ellas que fuéramos incapaces de quitárnoslas, simplemente porque habríamos olvidado que así como nos las hemos puesto, nos las podemos quitar. Interesante, ¿verdad?

Ese «yo» con el que vivimos ha resultado ser un pequeño dictador. Se cree al mando, y la verdad es que muchas veces lo está, simplemente porque ignoramos aquello que somos y nos creemos el disfraz. Pienso que esa es la verdad más importante que podemos descubrir a lo largo de nuestra vida. Una verdad que forzosamente ha de cambiar nuestro paso por el mundo, nuestra forma de ser, de relacionarnos, la huella que dejamos y cómo la dejamos. Descubrir que no somos ese «yo» egoísta, caprichoso, temeroso, desconfiado, autosuficiente, al que le gusta remolcarse en la autocomplacencia y en la autocompasión, amante del drama, de las emociones fuertes, lleno de ira, de rencor, de envidia, ese «yo» pequeño que nos empequeñece y nos desconecta de la realidad, nos corta las alas, nos mete en un molde estrecho y asfixiante.

Al ver que no somos ese «yo», ¿cómo podemos ir por la vida reivindicando lo que «soy», lo que es «mío», lo que «se me debe», algo a lo que «tengo derecho»? El pronombre personal «yo», esa primera persona del singular que tenemos entronizada, nos desconecta tanto de la realidad de lo que somos, de nuestra identidad real, como de los demás. Es quien teje todos esos pensamientos y creencias que nos colocan por encima o por debajo de las personas que nos rodean, es quien nos hace sufrir con presuntas deudas, afrentas, cosas pendientes de resolver… es quien proyecta en los demás todas nuestras debilidades y carencias, quien juzga, sentencia y castiga, a menudo sin compasión.

Se hace pesado vivir así. Quien somos de verdad no juzga, ni se siente en deuda, ni siente que nadie le deba nada. Porque quien somos de verdad sabe, solamente, amar. Desnudos, sin miedo, alegres y agradecidos, sabiendo que ni siquiera hay nada que perdonar. Qué ligeros podríamos vivir y, en cambio, qué profundamente nos arrastra toda esa maquinaria del «yo».

¿Y si nos proponemos, aunque sea durante un ratito cada día, intentar liberarnos de ella? Poner nuestra mente en silencio e intentar encontrar esa luz que brilla muy adentro y que espera que la atendamos en algún momento. Atendernos a nosotros mismos, a lo que realmente somos, es lo que falta en nuestras vidas. Pienso que como tantas cosas, es cuestión de ser conscientes, de darnos cuenta, y de crear el hábito de hacerlo. Quizá nos sorprendamos del resultado.

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