No somos conscientes de nuestra propia ignorancia. Es verdad que lo decimos a menudo, eso de «no sabemos nada». Pero no lo decimos de verdad, como cuando en los funerales la gente comenta, moviendo la cabeza: «no somos nada». Porque vivimos cada día de nuestra vida como si realmente sí supiéramos algo. «Estoy segura», «yo ya lo sabía», «yo sé de lo que hablo»… y sin embargo, no conocemos el mundo real, del que percibimos un porcentaje ínfimo a través de nuestros sentidos, ni conocemos nuestro interior, que está todavía más a mano. Por un lado, es cierto que no nos han enseñado el arte de la autoindagación, de la introspección necesaria para llegar al autoconocimiento. Aunque está ahí, a nuestra disposición, de todas formas. Y por otro, también es cierto que… da algo de pereza… ufffff, a esta edad… quizás en otro momento, cuando crezcan los niños, cuando cambie de trabajo, cuando no tenga estrés, cuando me jubile…
Me apunto humildemente a la lista de los ignorantes. Descubrir cómo funcionamos ante los desafíos de la vida me ha llenado de asombro y a la vez, ha hecho que me pregunte por qué en la escuela nos enseñan tantas cosas mucho menos útiles que conocer nuestro mecanismo de pensamiento y emoción, cómo reacciona nuestro organismo ante qué impulsos o hechos, por qué bloqueamos energía y generamos emociones que, a la larga, pueden derivar en problemas reales de salud.
Nunca me había planteado qué es realmente el estrés. Lo he sufrido cientos de veces, pero me quedaba en la superfície: una mala época en el trabajo, se me acumula todo, algún día pasará. El estrés es uno de los viejos mecanismos de supervivencia de nuestro maravilloso cuerpo. La biología es muy inteligente y todo lo que hace lo hace para superar una crisis y lograr la supervivencia. Eso es el estrés. Ante una situación de amenaza o peligro inminente se activa en nuestro cuerpo el mecanismo necesario para huir o luchar. Eso consiste en una cadena de procesos físicos que tienen lugar en décimas de segundo: liberación de ciertas hormonas, reordenación del riego sanguíneo, ralentización de ciertas funciones para que el cuerpo disponga de energía concentrada en los órganos y miembros que deberán intervenir en la huida o la lucha… Eso es el estrés, una reacción física y química ante una amenaza.
Añadimos otro factor sorprendente: nuestro cerebro no distingue entre algo real y algo imaginario. Por lo tanto, no es necesario que amenace nuestra vida un peligro real. Somos el único ser vivo que puede hacer conflictos imaginarios. Es suficiente con que pensemos que algo nos amenaza, o que nos sintamos amenazados -como cuando nuestro jefe nos cuestiona-, aunque nuestra vida no esté en peligro, para que la biología arranque su mecanismo de supervivencia. Según el sentimiento y la intensidad, el cerebro desencadena lo que, para la biología, es la solución al conflicto. Interesante, ¿verdad?
Pero, ¿cuál es el problema? Que en realidad las amenazas que sufrimos en nuestras sociedades no representan, la inmensa mayoría de las veces, un peligro inminente para nuestra vida. No necesitamos huir ni luchar, pero nuestro cuerpo se prepara para ello, y toda esa energía que se acumula en décimas de segundo en determinadas zonas del organismo se queda ahí. Por un lado, no ha habido liberación de esa energía a través de la lucha o la huida, y por otro, nuestro día a día nos genera un estrés continuado, convirtiéndose muchas veces en nuestro modo habitual de vivir.
Esa energía que no hemos liberado luchando con nuestro jefe o huyendo de él de árbol en árbol se queda bloqueada en ciertos puntos de nuestro cuerpo. Y, ¿sabéis qué ocurre luego? Ocurre que esa energía bloqueada, que puede estar años ahí, en ese punto concreto, genera unas emociones determinadas: ira, frustración, miedo, falta de autoestima, culpa… y de ahí, fácilmente, pasamos a una dolencia física o a una enfermedad. Tristes. Desanimados. Impotentes.
Así, la enfermedad no es una causa, sino un efecto, una consecuencia, la prueba de que existe un conflicto. Por eso para curarse muchas veces hay que partir de la enfermedad y remontar el río, subir contracorriente hasta llegar a la causa real que la provoca. Y si lo hacemos y vamos desde la dolencia a la emoción que la genera, y de ésta a la energía bloqueada en nuestro cuerpo, y si ascendemos todavía unos metros más hasta la fuente, ¿con qué nos vamos a encontrar? Muchas, muchas veces, con un determinado comportamiento, heredado o aprendido, y con una creencia.
Porque todo lo que pensamos, lo que conocemos, es una interpretación del mundo, nuestra interpretación del mundo, única, solitaria y muchas veces nociva, custodiada y dispuesta entre algodones porque la confundimos con nosotros mismos y nos identificamos con ella. «Yo soy lo que pienso»… algo que es imposible.
Remando río arriba hemos dado con la causa. ¿Seremos capaces de mirarla, verla y transformarla?
La imagen que preside esta entrada es el cuadro «Exploración de las fuentes del río Orinoco», de la maravillosa Remedios Varo.
