¿Cuál diríais que es vuestro don? ¿Pensáis que tenéis alguno? Es posible que penséis que no, que todo se os da mal o regular, que no tenéis nada especial, ninguna cualidad que sobresalga, ninguna habilidad concreta… Sin embargo, parece que no es exactamente así y si os observáis atentamente y de forma neutral, sin caer en el auto enamoramiento ni en la baja autoestima, lo más probable es que descubráis que sí que tenéis algo especial. Ese es vuestro regalo, vuestro don.
No solemos pensar que lo tengamos. Creemos que el don es ese toque mágico de algunas personas que destacan sobremanera en las artes, por ejemplo, en la poesía, la música… a veces, el don se mezcla con un gran trabajo y un esfuerzo constante a lo largo de toda una vida. Pero el don, en sí, es un regalo.
Eso es lo que quiere decir la palabra, etimológicamente. Es un regalo, una gracia o una cualidad concedida a una persona, y viene del latín donum (ofrenda, regalo). Su raíz indoeuropea es do-, que significa dar.
Me gusta mucho una cita de la Biblia que vi una vez en una exposición del pintor gótico español Fernando Gallego. Dice así:
«Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas»
1 Pedro 4, 10
Así pues, parece claro que todos tenemos un don, un regalo que nos ha sido dado por la vida para que, a nuestra vez, lo pongamos al servicio de los demás, del mundo. Me parece una idea muy sugerente y profunda, revolucionaria, capaz de cambiar el mundo en el que vivimos si realmente tenemos claro lo que dice la frase y lo ponemos en práctica.
Primero, da por sentado que todos, todos, todos, somos receptores de un don, de un regalo que nos hace especiales.
Segundo, ese regalo no es para nosotros, para nuestro disfrute o aprovechamiento, sino que es para que lo pongamos al servicio de los demás, de nuestro prójimo, del mundo en el que vivimos. Es una llamada a ofrecer un servicio, a poner ese don nuestro al servicio de las necesidades del otro.
Tercero, todo don procede de la gracia de Dios, un concepto muy interesante y bastante desconocido. Nosotros, receptores de la gracia, somos además sus administradores. «Administrar» significa servir. Así pues, de nuevo, la misma idea.
La gracia
Una gracia es un reconocimiento, un favor. Es interesante de este concepto que se trata de un regalo, de un favor que se otorga sin contrapartida, y cuyo objetivo es favorecer o proteger, pero como hemos visto, no solamente a quien recibe esa gracia, sino que va más allá.
En el cristianismo, Dios puede conceder una gracia para alcanzar la salvación o, también, para nutrir y sostener el alma humana. Me parece una idea hermosa.
La gracia de Dios, al parecer, se derrama sobre nosotros, como vimos en «Manos, palmas y poder«, pero no para nuestro beneficio, sino para ser compartida, repartida, administrada y dispensada para beneficio de todos. Servimos fielmente si así lo hacemos, además, sirviendo a nuestro prójimo, en una especie de doble carril de servicio, en vertical y en horizontal. Ya sabéis eso de «quien no vive para servir, no sirve para vivir».
Un don para servir
¿Y qué es ese don que todos tenemos, exactamente? Pues imagino que depende de cada uno. La vida misma puede ser vista como un don. Una habilidad, algo que se nos dé bien, algo «para lo que hemos nacido». Quizás algo que ayude, que sirva como bálsamo para las heridas, que facilite a los demás hacer frente a las decepciones o al dolor, que acompañe, escuche, comprenda, apoye, estimule… como dice el versículo, se trata de «la gracia de Dios en sus diversas formas«. Sea lo que sea, de lo más espiritual a lo más prosaico, qué diferente sería todo si de verdad pusiéramos nuestro don al servicio de los demás, ¿no os parece?
La Naturaleza, esa gran maestra, nos enseña que todo está interconectado y que cada pequeño ser es parte de algo más grande y contribuye a la vida del todo. Cada cual tiene su papel, pero la colaboración de todos es fundamental.
El ser humano juega ahí un papel principal, puesto que está llamado a ayudar a la Naturaleza a llegar donde ella sola no puede. Por ejemplo, en la elaboración del pan y del vino. O de la piedra filosofal. Nuestra colaboración, nuestro servicio, nuestra disposición consciente, es imprescindible.
En una logia masónica, todos los miembros se colocan «al Orden» cuando están de pie. Estar «al Orden» no es estar «a la orden», o sea, no esperan que alguien les dé órdenes, como en el ejército o en la oficina. Están al orden simplemente porque lo contrario es situarse en el desorden, y un masón acepta voluntaria y conscientemente que es una piedra más de ese edificio que construimos entre todos, y que solo en el orden puede ser levantado con solidez y armonía. No hay término medio, o estamos al orden o al desorden, o trabajamos para el uno o para el otro.
Somos una parte básica del mecanismo que mueve este mundo. En toda la escala. Hay un estilo de composición musical que hace que un instrumento deje un hueco tras cada nota para que otro instrumento llene ese espacio, creando entre los dos una especie de tejido musical, con su trama en sentido horizontal y su urdimbre en sentido vertical. Un entrelazado de notas que construye algo más completo y distinto a la melodía de cada instrumento por separado.
Así es, pienso, cómo funciona este mundo. Así es cómo debe funcionar. Así es cómo debemos hacerlo funcionar. Entrelazando nuestros dones para hacerlo completo, perfecto. O, al menos, tendente a la perfección.
La imagen que preside esta entrada es el maravilloso cuadro «No temo arder», del artista menorquín Carles Gomila.
