El nacimiento de la Luz

La Navidad se ha convertido en un mercadillo global, y mercadillo no solo de bienes de consumo, también de emociones… sin embargo, no dejemos que los árboles nos impidan ver el bosque, porque el simbolismo de la Navidad es simple y luminoso, como lo es la verdad misma. Es el nacimiento de la Luz lo que celebramos en el solsticio de invierno, y no solamente de la luz astronómica que empieza a crecer gracias al movimiento del Sol, sino también de la Luz de la Verdad, la Justicia, la Sabiduría, el Amor, en cada uno de nosotros. Porque al final, es eso también lo que simboliza el nacimiento de ese niñito en un pesebre de Belén: que todos participamos de la Luz con mayúsculas, que todos la llevamos dentro, que es parte de nuestra herencia y que hacerla brillar es el principal cometido de nuestras vidas, porque todos, todos absolutamente, sin distinción de ningún tipo, hemos nacido con ella en nuestro interior y podemos vivificarla.

Lo que celebramos en Navidad es el nacimiento de Jesús, ese niño que llegó a ser uno de los grandes maestros de la Humanidad. Y aunque ni su nacimiento ni su vida estén registrados como dato histórico, simbólicamente su llegada al mundo es la promesa de que cada uno de nosotros, todo lo que nace y vive, lleva dentro esa Luz que viene de arriba; y su mensaje, nada simbólico y sí muy apegado a la vida y a la convivencia, se basa en la recomendación de amar incluso a los enemigos, y de no hacerle a nadie aquello que no quisieras que te hicieran a ti. Qué difícil, ¿verdad? Porque «el otro» es cualquier «otro»… todos los «otros»…

Sea o no sea un hecho histórico su nacimiento, el símbolo y su mensaje son hermosos y determinantes en la historia de la Humanidad, porque ni la crueldad de quienes se han llamado seguidores y sucesores suyos a lo largo de la historia, ha podido borrar las palabras de compasión, ternura y amor de su mensaje. La colaboración por encima de la dominación como herramienta de progreso y evolución del mundo.

El Sol y su viaje

La Iglesia situó la fecha del nacimiento de Jesús aprovechando la antigua fiesta pagana del solsticio de invierno, que celebraba el nacimiento de la Luz vivificante, del Sol invicto.

El solsticio de invierno, la fiesta pagana que da origen a la Navidad, es el momento del año en que el Sol llega a su punto más bajo, se para e inicia una nueva marcha que le llevará, cada día, un poco más alto en el cielo. De esta manera, el día empezará a ser más largo y la luz ganará terreno a la oscuridad hasta el mes de junio, cuando en el solsticio de verano el Sol volverá a pararse y recomenzará su «marcha atrás», con la muerte paulatina de la luz. Así, los dos solsticios marcan, respectivamente, el inicio del invierno y el del verano.

En este viajar arriba y abajo durante todo el año, el Sol dibuja una doble elipse, como un 8 horizontal, el símbolo matemático que designa el infinito y uno de los símbolos más utilizados por los seres humanos desde tiempos remotos.

Si pensamos en qué momento del año disfrutamos de la luz máxima, seguro que diremos que es en verano… y es cierto, sin embargo, la luz del verano está ya en retroceso a partir de San Juan. Es una luz que mengua y que seguirá menguando hasta el solsticio de invierno, cuando volverá a crecer.

Agua y fuego

Y eso es precisamente lo que dice Juan el Bautista refiriéndose a Jesús: «Es necesario que él crezca y yo mengüe»… curioso y bonito que el Juan del agua, el que bautiza e inicia, se refiera así al Jesús del fuego y la Luz, que nace muy cerca de la fiesta solsticial de invierno, dedicada al otro Juan, el Evangelista, el que lleva una copa con una serpiente enroscada.

Fuego y agua, calor y humedad, dos elementos fundamentales para la generación y la transformación, como muestra la Alquimia, y de los que hablamos en «La espada: fuego y agua«. Y es que en los solsticios y los dos Juanes -y en el simbólico nacimiento del niño dios- se esconde el gran secreto de la vida, la muerte y la regeneración.

Los dos solsticios forman un ciclo en sintonía con todos los ciclos de la naturaleza. De hecho, son su marco fundamental. Se trata de un ciclo anual ascendente y descendente que refleja una ley universal aplicable a todo lo que existe: la de dos fuerzas opuestas que colaboran para construir un todo, lo que es completo y perfecto (yin-yang, masculino-femenino, inspiración-expiración, nacimiento-muerte, positivo-negativo…). Así, los solsticios representan un momento de pausa y cambio, imprescindible para la Naturaleza y el ciclo de la Vida.

Las puertas celestes

Los dos Juanes, el de invierno y el de verano, el Evangelista y el Bautista, son los guardianes de las dos puertas celestes que simbolizan los solsticios. El dios precristiano Janus es quien da origen a los dos Juanes. Janus o Jano era el dios de la iniciación, como los dos Juanes siguen siendo los patrones de los iniciados actualmente. El nombre tiene la misma raíz que la palabra iniciación: in-ire, partir, entrar, comenzar un camino que va hacia dentro. Por eso el primer mes del año se llama enero, de la misma raíz.

El dios Jano es representado con dos caras, una barbuda y la otra lampiña, y es el guardián de las puertas del cielo, la puerta de los hombres y la de los dioses, palabra que comparte raíz también con el nombre Jano, ianua. Se trata de dos puertas simbólicas, coincidentes con los solsticios, que tienen utilidades cósmicas distintas: la puerta del solsticio de verano es la puerta de los hombres porque es a través de la cual salimos del mundo al morir, según la Tradición. Este símbolo alude al ciclo de nacimientos y muertes al que estamos sometidos todos, todo lo que vive y muere en este mundo.

En cambio, la puerta de los dioses, la del solsticio de invierno, es la puerta que se abre cuando sale del mundo algún ser que ha sido «liberado» del ciclo de nacimientos y muertes, y también cuando uno de los grandes maestros vuelve al mundo voluntariamente para seguir trabajando en el progreso de la humanidad, para seguir dando Luz a este mundo.

Por eso las grandes tradiciones asimilan el solsticio de invierno al nacimiento de los grandes maestros como Buda, Jesús, Krishna, Mitra… que nacieron todos en la misma fecha y, además, de madres vírgenes.

La Luz

El Génesis nos dice que al principio, lo que se movía sobre el abismo era el aliento de Dios. La Creación que conocemos estaba en su inicio. ¿Qué surgió de ese aliento lleno de potencial? No fue una galaxia, ni la Tierra, ni un sol…, lo que surgió fue “AUR”, la Luz. No se trata de la luz física, sino de la Luz del Alma Universal, la sustancia de la que están hechas las almas individuales, el elemento sutil a través del cual el pensamiento se transmite a distancias infinitas. Es la Luz divina anterior y posterior a la de todos los soles, porque nace con la vida y la vida no tuvo principio ni tendrá fin.                                                                                                  

La Palabra creadora nos enseña que Dios dijo: “Que se haga la Luz” y la Luz se hizo. En los seis días siguientes, de esta Luz brotaron las semillas, los principios, las formas, las almas de vida de todo lo que nace. Se trata del Universo en potencia, simbólicamente creado en seis días para mostrar el despliegue de la vida en géneros, especies y formas tan diversas.

Lo que nació de la Palabra fue la Luz del conocimiento absoluto, no del conocimiento racional y relativo que nos llega sólo a través del pensamiento intelectual, sino el Conocimiento completo que pone en juego todo nuestro potencial: la mente, pero también el corazón, el intelecto y el amor, los dos componentes de la inteligencia, el cemento que sustenta todo.

Esta es la Luz que los iniciados de todos los tiempos han pedido para sí y para el mundo, la conexión del hombre trascendente con la fuente de la Vida. El Logos encarnado es precisamente esa potencia creadora y multiplicadora instalada dentro de la carne mortal, dentro de los seres de este mundo que respiran, sufren, nacen y mueren.

Así pues, en la Navidad, coincidiendo casi con el solsticio de invierno y la festividad de Juan el Evangelista, cuando representamos y rememoramos el nacimiento de Jesús, cuando se abre la Puerta de los Dioses, celebramos principalmente la llegada de la Luz y su presencia en nosotros. Se trata de esa Palabra -el Logos- que estaba al principio con Dios, y que era Él mismo, y que se hizo carne y vive, aún, entre nosotros, dentro de nosotros, porque también ES en cada uno de nosotros. Ahí dentro está esa semilla, esperando poder convertirse en un gran árbol.

Nuestra herencia es la Luz, hagamos que brille en nuestro interior como un fermento de purificación y renovación, para provecho del mundo y de todos los seres.

Puesta de sol en Menorca.

La imagen principal de esta entrada es la impresionante escultura «En el principio», de Mike Chapman, en St Martin in the Fields (Londres), que representa la encarnación del Logos en este mundo, el nacimiento del Logos en la forma de un niño que surge de una piedra cúbica, justo lo que celebramos en la Navidad.

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