No es fácil explicar lo que es la enseñanza esotérica, por algo es una enseñanza que se transmite a través de símbolos, parábolas, paradojas, adivinanzas, analogías, rituales repetitivos… Los grandes maestros siempre se han negado a afirmar con claridad lo que pretendían transmitir, nunca exponen clara y racionalmente sus conocimientos acerca de la verdad, ni el camino que hay que seguir para llegar hasta ella. Desorientados como estamos, creemos tener el derecho de que nos sirvan la verdad en bandeja. Sin embargo, todo aprendizaje real sólo puede ser recibido si se ha preparado el terreno para ello, y en eso nosotros tenemos un papel importante. Todos podemos, todos estamos llamados a ello, pero no si nos sentamos cómodamente a esperar que nos sirvan.
No es fácil recorrer el camino de la enseñanza esotérica, como no es fácil explicar lo que es. He estado leyendo un libro que, aunque habla de muchas cosas interesantes, utiliza muy bien las palabras que pueden dar pistas sobre lo que es, para qué sirve, cómo recibirla y qué hacer con ella. El autor de «Realidad», Peter Kingsley, habla en concreto de las enseñanzas de Empédocles y Parménides, pero lo que dice puede aplicarse a toda enseñanza iniciática, a toda enseñanza esotérica, que significa, sencillamente, escondida, velada, que solo se pone a disposición de quienes quieren y pueden, a disposición de los iniciados -que son los que voluntaria y conscientemente emprenden el viaje-.
Al final de esta entrada encontraréis la referencia completa de ese libro, que utilizaré en muchas ocasiones literalmente, y no sólo en las citas, porque habiéndolo escrito Kingsley tan clara y acertadamente, sería absurdo pretender hacerlo mejor por mi parte.
Así funcionamos
¿Cómo vivimos? ¿Cómo estamos en medio del mundo? ¿Cómo nos relacionamos con todo lo que nos rodea, con nosotros mismos, con las circunstancias que la vida nos propicia? Empédocles lo tiene claro. Dice de nosotros:
«Durante sus vidas contemplan una breve parte de ellas»
Somos como un corcho arrastrado por la corriente de un río. Nuestro conocimiento alcanza muy cerca, una parte muy pequeña de la realidad. Vivimos sin atención genuina, como dice Kingsley, sin inteligencia, atolondrados, movidos por impulsos exteriores. Hasta nos cuesta definir lo que es la vida, así que también vivirla nos es difícil. ¿Qué venimos a hacer aquí? Nacemos, crecemos, trabajamos, consumimos, nos reproducimos, amamos y odiamos, educamos a los hijos, envejecemos, quizá enfermemos, y morimos. ¿Es eso realmente lo que llamamos vivir? Claro, podemos pensar que vivir es viajar, entretenernos, divertirnos, pintar, escribir, pasear… pero eso no es una definición de vivir, sino un listado de las cosas que podemos hacer mientras estamos vivos, y hablamos sólo de las que nos parecen positivas.
El reflejo
¿Qué es lo real, para nosotros? Lo que vemos, lo que nos rodea. Kingsley dice que vivimos enamorados de nuestro reflejo, del reflejo de lo que nos es familiar, a lo que nos ligamos y en lo que creemos. Estamos convencidos de que nuestras mentes son nuestras, que somos libres para decidir y que nosotros provocamos los efectos y las causas de casi todo en nuestra trayectoria vital, salvo aquello de lo que culpamos a los demás o al destino o a la mala suerte. Y sin embargo, tan poderosos que creemos ser, dueños de nuestro destino, siempre estamos insatisfechos y nada llena ese vacío íntimo que casi todos sentimos en la oscuridad y el silencio. En el fondo somos criaturas frágiles, llenas de miedos y culpa, que viven desorientadas, como perdidas en un bosque desconocido y amenazador y sin hallar el camino de vuelta a casa.
Es posible que tengamos suerte y haya un momento en la vida en que, de repente, esa falta de sentido casi nos ahogue. Las presuntas certezas de siempre ya no bastan, la presunta estabilidad tampoco, ese andamio que hemos ido construyendo con mucho cuidado para que nuestra vida no se venga abajo parece sin sentido y sin utilidad. ¿Era esto? ¿La vida era esto? ¿Para esto hemos venido al mundo sin que nos pregunten, y sin que ahora queramos abandonarlo, a pesar del miedo, y la soledad, y la incertidumbre?
Esa falta de sentido puede ser una señal que te lleve, si aceptas, a conseguir ver el sentido real de todo. Ahí entra en juego lo que la enseñanza esotérica puede hacer por ti, porque para eso existe.
Necesitamos saber más
Llegados a este punto, empezamos a buscar. Tiene que haber algo, hay algo que necesito saber. Pero a menudo nos equivocamos también en eso:
«Estamos muy contentos de recibir una perla o dos de sabiduría, pero no el tesoro entero. Nos suele encantar que nos descubran ideas nuevas y fascinantes, pero no algo que borre todas nuestras ideas para presentarnos a cambio nuestro ser inmortal tal y como siempre ha sido y será».
Peter Kingsley
Pensamos que el motivo principal de la enseñanza esotérica, como de cualquier otra enseñanza, es facilitarnos información, recabar hechos, ideas y detalles para darnos una explicación física del universo. Pero esto, como dice Kingsley, será solo la parte más exotérica de una enseñanza muy esotérica, oculta, algo que sirve sólo para mantener nuestra mente ocupada.
El premio
Quienes quieran seguir siendo engañados, pueden hacerlo. Pero el propósito central de la enseñanza esotérica no es entretener nuestro intelecto, ni aumentarlo, sino que es ponernos a prueba, descubrir la sustancia de la que estamos hechos. El premio somos nosotros mismos.
Muchas personas no se lo creerán, o se enfurecerán, o dirán que «ya se tienen a sí mismas». En cambio, si se les ofrecieran restos de información y de teorías con los que poder discutir, que les hicieran sentirse superiores e importantes, entonces se subirían al carro. Pero no va de eso.
El mensaje será escuchado por aquellos que quieran oírlo, pero a aquellos que no quieran, ese mensaje esotérico o iniciático simplemente les entrará por una oreja y les saldrá por la otra, porque este tipo de enseñanzas se protegen a sí mismas, como explica tan bien Kingsley, no podemos ponerlas en peligro, ni cambiarlas, ni las hemos tejido nosotros, ni podemos defenderlas ni destruirlas, ni dependen de nosotros. Si su existencia o destrucción dependiera de nosotros, sin duda ya habrían desaparecido, o habrían sido tergiversadas, convertidas en algo superficial, en una lección cualquiera.
El lenguaje del misterio
Este es un mundo implacable. En él lo que parece no es, lo que vemos es sólo una ilusión -Maya, en el hinduismo-, y lo que es no podemos verlo. ¿Por qué los sabios siempre han mostrado que la verdad nunca debe ser afirmada de forma directa sino mediante su opuesto, con acertijos o parábolas, con juegos de palabras…? Es porque el otro, quien recibe la enseñanza, ha de hacer el esfuerzo de descubrir el auténtico significado que se esconde detrás de esas palabras, de los símbolos o las parábolas.
Las palabras del maestro tienen el poder, por sí mismas, de conducir a la verdad a la que apuntan. Son un acertijo, un símbolo, sobre el que reflexionar, meditar, del que ocuparse, con el que convivir, al que nutrir hasta que se despliegue y resuelva por sí solo. Y esta solución no pasa por los datos teóricos, como convenientemente se suministran en un libro de texto, sino, como explica Kingsley, por la experiencia directa.
La enseñanza iniciática exige de nosotros cierto grado de atención y cooperación consciente, y estas cualidades no son fáciles de encontrar.
Destruir y desaprender
Lo que la enseñanza esotérica nos pide en realidad es que nos destruyamos a nosotros mismos, o, mejor dicho, eso que creemos que somos: nuestras creencias, ilusiones, vínculos, nuestro modo de entender las cosas, de ser y estar en el mundo a nuestra manera superficial, lo que llamaríamos nuestro ego, y un poco más. Dice Kingsley, y están de acuerdo todas las tradiciones, que el gesto de llegar a ser consciente es en sí mismo un proceso de destrucción, de separación, de aprendizaje de la muerte antes de morir. Esto se escenifica, aún hoy, en las iniciaciones masónicas por ejemplo, la muerte simbólica en forma de muerte ritual, como en otras tradiciones se hacía en forma de desmembramiento -como el sufrido por Osiris-. Y desde luego, tras la muerte simbólica tenía lugar la resurrección, el regreso a la vida del iniciado, ya convertido en alguien diferente, en un nuevo ser capaz de ser consciente y estar despierto.
Como denuncia Kingsley con certeras palabras, hemos sacrificado la enseñanza esotérica en la cruz de la racionalidad imaginaria, considerando locos a los maestros espirituales, y convirtiendo a aquellos de la antigüedad que ya transmitían estas enseñanzas en padres de la lógica y la razón, cambiando sus palabras e interpretándoles literalmente. Hemos colocado en el estante de las cosas raras a la enseñanza iniciática, que es algo que debe vivirse porque tiene el poder de transformar la vida de uno y, de hecho, para eso sirve.
Pero analizamos el detalle y no prestamos atención a lo importante; quien se atreve a rozar lo esotérico desde la Academia es rechazado y cuestionado; seguimos interpretando a los grandes maestros de la antigüedad bajo nuestra lupa, nuestras palabras y conceptos, forzando los textos cuando es necesario para que digan lo que nos parece que cuadra, lo que pensamos que debieron decir, lo que nos tranquiliza. Eso es lo que cuenta Peter Kingsley en este libro, sobre todo centrándose en la manipulación y tergiversación que han sufrido las enseñanzas de Empédocles y Parménides. No entendemos ni queremos entender las enseñanzas antiguas, que son totalmente reales, porque sólo las entienden quienes están dispuestos a vivirlas. Hasta que no son vividas, esas enseñanzas son como semillas sin tierra, que no pueden crecer.
Morir antes de morir
La muerte iniciática es primordial en toda enseñanza esotérica. La muerte simbólica del iniciando significa la bajada a los infiernos, el encuentro con el Más Allá y sus poderes, la promesa de un conocimiento oculto pero accesible… desde Osiris a Jesús, Odiseo, Guilgamesh, todos los jóvenes héroes en busca de sí mismos han realizado este viaje el otro mundo, el mundo regido por Perséfone y Hades, el mundo de la muerte, que es la matriz de la vida. Pero, ¿y después, qué?
El renacimiento simbólico es lo que sigue, porque tras experimentar la muerte en vida hay que regresar a la vida, o a lo que solemos llamar vida, con el conocimiento adquirido al otro lado, o con su promesa. Como recuerda Kignsley y reconocen todas las tradiciones, no se trata de aislarte, de quedarte a vivir en un monasterio o de hacerte eremita en una montaña para huir del «mundo real», sino que lo hay que hacer es volver, regresar a esta ilusión que llamamos realidad y que es la ilusión en la que vivimos, el único sitio donde podemos trabajar para transformarnos. Por eso en las logias masónicas, en todos los grados, los obreros trazan el ritual sobre el pavimento mosaico del blanco y el negro. Este es nuestro mundo de la dualidad, donde vivimos, donde trabajamos, donde debemos transformarnos. Es nuestro mundo, nuestra realidad cotidiana. Solo aquí es posible el trabajo que tenemos pendiente: nuestra transformación.
Así pues, como en el Camino de Santiago, uno regresa al mismo punto en el que estaba al partir, pero se ha hecho sabio y santo -que significa separado-, en el trayecto. Regresas al mundo de la ilusión, que es el nuestro, pero ahora eres capaz de ver lo que es, y sin embargo, aún sabiendo que es una ilusión, ahora puedes desenvolverte en él como si fuese real; dar la impresión de estar atado, pero mantenerte libre en tu interior; actuar bajo el hechizo pero saber que te están engañando; jugar a hacer de humano pero sabiendo que eres algo más. Así lo explica Kingsley. Tú eres el mismo, pero ya no lo eres. Estás donde estabas, pero ese sitio se ha transformado para ti, porque tú te has transformado.
La consciencia del momento presente
Es cierto que no podemos escapar a la ilusión/realidad de este mundo, puesto que vivimos en ella. Y no hay otro sitio al que ir. Todo cambio de paradigma está en nosotros y depende de si somos conscientes o no. Lo que tenemos son las palabras del maestro, y las pistas que deja para nosotros. No puede hacer él todo el trabajo.
Sus palabras -como las de Empédocles y Parménides-, apuntan a la existencia de otra vida más allá de lo que llamamos vida, a otra inteligencia más allá de la inteligencia humana, a toda una realidad que nos está esperando más allá de lo que llamamos realidad y que no depende del exterior, sino del interior.
¿Cómo podemos llegar? Kingsley nos da la clave: con una consciencia aguda, con una sensibilidad enfocada totalmente al momento presente, una cualidad conocida por los griegos como μῆτις (mêtis), que suele traducirse por sabiduría, destreza, astucia, pero que es mucho más, ya que la diosa que la personifica es la de la Sabiduría.
Mêtis es sutileza, ingenio, atención consciente, sabiduría, inteligencia, persuasión. Es toma de consciencia. Es la calidad de la atención que lleva a confiar en el momento concreto y presente, a ser sensible a este momento, a estar alerta a sus necesidades, tan concentrado en el presente que uno no tiene ninguna duda, explica Kingsley, sobre cuál es la actitud apropiada en cada instante. Es la atención que exige ser consciente del momento, del ahora, del «eterno presente«. El único momento que existe.
La atención consciente es lo que hace falta para escuchar el mensaje y que dé fruto en nosotros. No tiene sentido racionalizar algo que está más allá de la razón y de nuestra comprensión normal. Si lo hacemos, lo único que conseguimos es presentar un paquete de informaciones atractivas y seguras que entretienen nuestro intelecto, pero que no van más allá, no consiguen transformarnos, que es el objetivo. Para hacerlo posible necesitamos atención, y también una confianza y un sentido de la orientación que sólo provienen del alma.
El camino de la verdad
Así pues, el camino de la verdad no se recorre con la racionalidad, nuestra orgullosa creencia en nuestra habilidad para argumentar, como dice Kingsley. Eso es parte esencial del engaño en el que hemos caído. El pensamiento, la argumentación y la razón tampoco son guías fiables para recorrer ese camino, tenemos otras herramientas para hacerlo, que nos llevan a iniciar el proceso de cambiarnos a nosotros mismos.
«Caer en el engaño es ignorancia. Pero buscar una realidad tras el engaño y pretender dejar atrás el engaño es asimismo ignorancia. También es una transgresión del derecho, una perversión de la justicia».
Peter Kingsley
Porque el derecho, y la justicia, provienen de ese mismo lugar en el que reside la verdad. Es el reino de la Muerte, a ella le pertenecen el pasado y el porvenir y también la vida, que surge de esa gran matriz que nunca deja de crear. El mundo de los muertos es el que da lugar al mundo de los vivos. Por eso es preceptivo visitarlo al ser iniciado, al aceptar el compromiso con la verdad. Mientras estamos en este mundo en el que vivimos entrenados para darle la espalda a lo que más miedo nos da, el camino del iniciado consiste en dirigirse directamente hacia eso mismo, la muerte, para penetrarla, atravesarla y salir por el otro lado. Eso es lo que explica el famoso y, como sucede tantas veces con todo lo iniciático, tomado literalmente y malinterpretado, libro de los muertos egipcio.
La muerte no existe
Es curioso que, como ignoramos cuál es nuestro destino, creamos que es la muerte. Sin embargo, todas las tradiciones defienden que existimos, no «llegamos a existir», sino que ya somos, ya existimos. Lo que existe siempre es, no puede dejar de ser. Por lo tanto, en realidad, la muerte no existe como la imaginamos. Y esta es otra enseñanza iniciática básica: la muerte no existe. Ni nacemos ni morimos en realidad, y si queremos llamar nacimiento y muerte a los dos momentos puntuales que señalan nuestra aparición en el mundo de la materia y nuestra salida de él, podemos hacerlo, pero sabiendo que no hay desaparición, ni se extingue la existencia; solo existe mezcla, reordenación de la materia, densa o sutil, reordenación de los elementos que se han mezclado, una y otra vez.
El fondo de toda enseñanza iniciática es el mismo: que no sólo existimos mientras vivimos encarnados en mortales, sino que también seguimos existiendo cuando nos liberamos de nuestros cuerpos. Vivir encarnados es obra del Amor, para Empédocles, que en el mundo físico y en la alquimia sería la coagulación. Pero lo que él llamaba Discordia es lo que nos libera, es la disolución, que le quita a nuestra alma el peso del cuerpo y le da la oportunidad de volver a su hogar. Y atención a esto porque es muy importante: la purificación necesaria para ello se lleva a cabo en la coagulación, o sea, en este mundo, mientras vivimos encarnados.
La purificación necesaria
¿Por qué es necesaria la purificación? Todos los maestros lo han repetido, todas las tradiciones lo saben, la alquimia lo certifica: sólo lo puro puede estar en compañía de lo puro. Somos muy poco puros, como dice Kingsley, tenemos un largo camino que recorrer antes de que podamos deshacernos del efecto de la caída y de este mundo, para parecernos un poco más a lo que somos en nuestro hogar.
La purificación es la preparación de la tierra, y siempre ha sido un requisito necesario para el inicio del proceso. Y hay otros dos requisitos necesarios: la transmisión de la enseñanza y la vigilancia.
La purificación es la primera porque sirve para preparar la tierra en la que será sembrada la semilla. Ni la purificación ni la transmisión de la enseñanza son un fin en sí mismas, el objetivo es la fase de vigilancia, en la que, según los maestros, “ya no hay nada que aprender”. No porque ya lo sepas todo, sino porque por fin puedes relajarte y no saber nada, con la tranquila seguridad de que todo lo que debas aprender se te mostrará en el momento oportuno.
“Ya no hay nada que aprender, ya no hay nada tras lo que correr, porque la mente se queda inmóvil y en silencio cuando se percata de que nunca podrá entender la más mínima fracción de lo que se le acaba de conceder.”
Peter Kingsley
Las palabras del maestro
Existen palabras que tienen un origen divino, o mágico, tienen poder en sí mismas, como la potencia de las semillas. No son meras uniones de sonidos o letras para referirse a cosas intrascendentes, aunque puedan parecerlo, sino que son, dice Kingsley, realidades naturales por derecho propio que viven, que tienen la capacidad mágica de brotar y crecer. Como una semilla, esas palabras se convertirán por sí mismas en algo distinto, un brote, un tallo, una planta, un árbol, y no puedes encerrarlas ni acallarlas. Se transforman y no puedes pararlas, ni por tu conveniencia, porque está en su naturaleza: la semilla será destruida en su proceso de crecimiento, para dar lugar a algo más grande y distinto.
El maestro utiliza esas palabras y las siembra en tu interior como si fuesen semillas. No intenta enseñarte, más bien, intenta erradicar de tu interior cualquier enseñanza; te muestra la contradicción de lo que habías creído cierto; hace que se debilite cualquier cosa anterior si no te resistes; inicia un proceso natural de desaprendizaje de todo lo que creías que habías aprendido, hasta que te quedes únicamente con la realidad desnuda de ti mismo, como siempre has sido, como siempre serás, y no como estás acostumbrado a verte.
Ese árbol que crece dentro de ti no se ve, porque crece en el mundo de la realidad y no en el de la ilusión, no se muestra a los demás, solo a ti mismo, y su fruto es muy sencillo: tú mismo.
Cuando hablamos del maestro, por favor, no te imagines a un hombre venerable con barba blanca, vestido de blanco, sentado en la posición del loto… el maestro eres tú mismo, es tu maestro interior el que te guía. En eso me parece muy provechosa la enseñanza iniciática de la Masonería, porque no existe la figura del maestro individual como en otras tradiciones, evitándose así la peregrinación que emprenden muchas personas a la búsqueda de «su maestro», e ignorando que lo llevan dentro de sí. Todo lo que necesitamos lo llevamos dentro de nosotros mismos.
Cuidar y vigilar
Por cierto, que el maestro no se va a quedar sentado esperando que a ti te vaya bien. Si no aprovechas la oportunidad mientras puedas, se te escapará de las manos. Si la aceptas, en cada momento te ofrecerá lo que puedas aceptar con comodidad, aunque sea poco… y es que tú eliges hasta dónde ir. La tradición esotérica aspira a darle algo a todo el mundo, en función de la capacidad de cada individuo para recibirlo. Por eso tanto un símbolo masónico, como un cuento sufí, como una catedral gótica, le dirán algo a todo el mundo: lo que sea dependerá de la capacidad de ese individuo, de cuál sea su momento de aprendizaje. Porque la enseñanza esotérica, iniciática, es gradual y progresiva, y se van levantando los sucesivos velos a medida que el discípulo avanza.
No carecemos de nada, tenemos todo lo que necesitamos dentro de nosotros mismos. Todo lo que tenemos que hacer es centrarnos en la tarea que nos ha sido encomendada: vigilar y cuidar nuestras semillas, en lugar de malgastar el tiempo fantaseando sobre lo que no nos incumbe, envidiando al resto de la gente o ansiando aquello que no tenemos.
Llevamos dentro algo que no vemos, el germen de una enseñanza a la que la mayoría de gente no le encuentra ningún interés ni utilidad; y además, lo que uno tiene que hacer es ocuparse de cosas que no pueden verse, ni oírse, ni tocarse. Y lo más raro de todo este proceso es que cuida de sí mismo: pensamos que somos nosotros los que estamos cuidando de él, pero de hecho es él quien cuida de nosotros. Dice Kingsley, y atención, porque es fundamental:
“Esto es lo que significa trabajar con la naturaleza. Supone participar en un proceso más allá de la comprensión humana, aunque requiera de la cooperación humana”.
La alquimia tiene claro que esto es así: participar en un proceso natural que está más allá de la comprensión humana, aunque requiera de la cooperación humana. Es cuestión de seguir haciendo lo que hay que hacer, mientras se espera lo misteriosamente inevitable.
Labradores de nuestra inmortalidad
Hemos de cultivar la enseñanza esotérica en nuestro interior, para ser, dice Kingsley en una hermosa y certera expresión, «labradores de nuestra inmortalidad». Así dice Empédocles que el discípulo debe recibir las palabras del maestro:
“Si las presionas [a las palabras] por debajo de tu compacto diafragma y las vigilas con buena voluntad poniendo en la tarea una atención pura, todas ellas, sin la más mínima excepción, estarán a tu lado mientras vivas. Y, a partir de ellas, llegarás a poseer muchas otras cosas. Porque crecen, cada una de acuerdo con su propia disposición interna, según lo que les dicta su naturaleza. Pero si buscas en su lugar otro tipo de cosas, de entre los miles de cosas inútiles que existen entre los humanos para mitigar sus preocupaciones, entonces puedes estar seguro de que amablemente te abandonarán en el círculo del tiempo, ansiando volver a su querida clase. Porque debes saber que todo tiene inteligencia y participa de la consciencia”
En la enseñaza esotérica las palabras ya no son sólo palabras. Si captas su sentido, si las acoges y las siembras dentro de ti como su fueran semillas, florecen; o bien, como resultado directo de tu actitud, se desvanecen y desaparecen. Esas palabras, como la enseñanza esotérica, no tienen necesidad de ti, pero se quedarán contigo si las acoges en tu interior como en un nido en el que puedan fortalecerse y crecer. Si no lo haces, simplemente se irán a buscar ese nido en otro lugar. Algo que hemos de tener en cuenta, hablando de este tipo de enseñanza, es que como dice Empédocles, todo tiene inteligencia y todo participa de la consciencia, por lo tanto, no puedes aprender nada de todo esto a menos que lo que pretendes aprender decida ofrecerte su enseñanza.
Así pues, llegados a este punto, ¿qué debemos hacer? Empédocles recomienda dos cosas a Pausanias, su discípulo: la primera es, externamente, mirar y escuchar y utilizar todos sus sentidos prestando una atención pura, siendo consciente no de lo que percibe con cada uno de ellos sino del hecho mismo de percibir. La segunda, internamente, debe inspirar las palabras de su maestro y sembrarlas en lo más profundo de sus entrañas como si fueran semillas. Y esas semillas, una vez enterradas, son invisibles, ni siquiera uno mismo sabe que están ahí.
Esto es lo real, lo que existe:
«El mundo de los sentidos en el exterior y las semillas invisibles en el interior»
Y cada uno de esos mundos, el exterior y el interior, aunque totalmente conectados, debe ser tratado de una forma distinta.
El mundo exterior y la percepción
Me parece muy interesante la idea que plantea Kingsley, basándose en estos sabios de la antigüedad, de aprovechar la percepción como herramienta para el conocimiento esotérico, de plantearla como enlace, como punto de contacto entre esto y lo de más allá, entre el interior y el exterior, lo grande y lo pequeño, lo de arriba y lo de abajo, como queráis plantearlo. El de nuestra capacidad de percepción es todo un potencial que desaprovechamos y agotamos en la experiencia cotidiana, en lo intrascendente. En cambio, la propuesta de Kingsley le da un valor que va más allá, que nos pone de nuevo en el mundo, con todas nuestras capacidades, para comprenderlo y ayudar en su construcción, que es la nuestra. Quizá sea esto lo que significa que nosotros somos el Universo percibiéndose a sí mismo, los órganos de la autoconsciencia del mismo Universo.
Hay que ser consciente -dice- de todo lo que se percibe, no solo de lo que se ve: de lo que se saborea, toca, oye, siente… todo a la vez, sin dejarte llevar por ninguna de esas percepciones, sin preferencia por uno u otro sentido. Esta consciencia que lo abarca todo solo puede ocurrir en un momento concreto: ahora mismo. Si te pierdes algo ahora, te lo estás perdiendo todo: te has vuelto a quedar dormido. Incluso cuando piensas en lo que estás haciendo, ya estás perdiendo esa consciencia, ya te has enganchado a un pensamiento, cuando piensas abandonas el momento presente. La práctica exige atención inflexible y una incansable alerta, todo lo que más arriba hemos llamado Mêtis.
Aunque cada momento de consciencia sea solo la consciencia de un momento, Mêtis es como un organismo que en realidad se nutre a sí mismo. «Para los humanos, mêtis crece en relación con lo que está presente», dice Empédocles.
Llegar a ser conscientes de todos los sentidos a la vez, con todos ellos, de forma constante es lo que nos recomienda, es nuestro trabajo respecto al exterior. No es huir de los sentidos, ni minusvalorarlos, ni obviarlos, sino utilizarlos como una herramienta que nos puede conectar con el todo y llevarnos a la quietud en medio del movimiento.
El mundo es la prueba
Cada uno de los sentidos proporciona una determinada forma de pistis, de certeza, de nuestro vínculo entre lo humano y lo divino, un vínculo invisible que sin embargo encuentra su expresión en esa certeza. El mundo que nos rodea es la prueba. Lo visible se vuelve transpartente y se convierte en una señal de lo invisible. Sea cual sea la dirección en la que miremos, vemos un símbolo, una muestra de lo invisible. Y todas las tradiciones lo han visto así, tomando la naturaleza y el mundo visible como un símbolo y un reflejo del mundo invisible.
Ambos mundos, exterior e interior, se complementan, como todo lo que existe, como nos muestra este mundo dual que funciona bien solamente con la colaboración necesaria entre los opuestos.
Las semillas de nuestro interior necesitan de algo exterior para germinar: que percibamos conscientemente para que todas las percepciones proporcionadas por cada uno de nuestros sentidos puedan implantarse, como ramas injertadas, en el árbol que crece en nuestro interior. Esos injertos proporcionan un crecimiento y una nueva vida adicionales, como ocurre con los árboles de nuestro jardín. Es lo que para los antiguos griegos era “abrir la madera viva”, una sugerente expresión. Dentro de nosotros crecerá un árbol si tenemos la humildad y la paciencia para cuidarlo, y si lo alimentamos.
Colaborar con este proceso, el mismo proceso que naturalmente muestra la alquimia, es descubrir la fuente no sólo de tu propia existencia, sino de la existencia de cualquier cosa, que reside en tu interior.
Y en este proceso hay varias cosas imprescindibles: la participación voluntaria y consciente del individuo -algo que también tiene claro el Reiki, por ejemplo-, guiado por un auténtico deseo íntimo de cambio. Y la confianza necesaria para participar en un proceso que está más allá de su comprensión, como decíamos más arriba, aunque requiere necesariamente de su colaboración.
La confianza necesaria
La tarea nunca se para, estemos despiertos o dormidos, una vez empieza sólo el descuido puede pararla. No sabemos si el trabajo silencioso se está haciendo bien, pero confiamos, porque queremos que así sea. Y no tenemos ninguna consciencia de lo que estamos haciendo porque esta tarea se desarrolla por debajo del nivel de nuestra consciencia, allí donde trabajamos en silencio sin usar ni las manos ni nuestro pensamiento.
Seguir las instrucciones de la enseñanza esotérica, y en concreto, las de Empédocles como las transmite Peter Kingsley, implica dejar de salir corriendo detrás de cualquier cosa y persistir en esta tarea invisible, silenciosa, modesta. Al hacerlo alimentas los orígenes no sólo de tu propia existencia, sino de toda la existencia. La naturaleza de esa tarea es totalmente humilde e invisible, y no podría ser de otra manera, porque así es el lenguaje de la iniciación a los misterios.
Lo que busca la enseñanza iniciática, y Mêtis tiene mucho que ver, no es ayudarnos a vivir la vida humana al máximo, sino transportarnos más allá de la existencia humana.
La quietud que está detrás
Se trata de ir más allá del engaño, sumergiéndonos en él, en el movimiento, y abrazándolo en su totalidad en busca de lo que hay detrás, que es la quietud. Usar nuestros sentidos plenamente nos lleva más allá del mundo de los sentidos, abrir nuestros órganos de percepción y con una atención absoluta, ser conscientes de que percibimos todo en este instante. Nuestras mentes inquietas desconocen esa quietud y el camino para llegar a ella. Se trata de llegar a ser consciente del factor común que une a todos los sentidos, sin movimiento, ni cualidades, ni lugar, ni tiempo. Eso es la consciencia que somos. Percibirse a uno mismo percibiendo, mientras cuidamos y vigilamos las circunstancias favorables para el crecimiento de esas semillas que guardamos dentro.
Así es la enseñanza esotérica, requiere un primer paso de aceptación y confianza por parte del discípulo, de fe en el maestro. Simplemente hemos de observar con paciencia y esperar con atención, ser porosos, dejar de lado, por el momento, nuestras dudas y preguntas íntimas y hacer humildemente, paso a paso, las pequeñas cosas que se nos piden, sin escudos, ni mochilas, ni interferencias. Esta enseñanza va cobrando forma a su ritmo, de acuerdo con sus reglas. Se manifiesta a su debido tiempo: se abrirá camino hasta nuestro interior y al final se mostrará, pero no cuando nosotros creemos que estamos preparados, sino cuando ella sepa que lo estamos.
Omnia mea mecum porto
¿Es posible que eso que estamos buscando y de lo que hablábamos al principio de esta entrada, ya esté en nuestro interior? ¿Que lo llevemos de serie, por así decirlo, y sólo tengamos que encontrar algo exterior que lo haga resonar?
Todo lo que necesitamos ya nos ha sido dado y descansa discretamente en nuestro interior, esperando pacientemente que le demos la oportunidad de crecer. Todo lo que es nuestro lo llevamos con nosotros, lo tenemos dentro, proviene del interior y no del exterior. Lo que pretende la enseñanza esotérica es generar un proceso natural de reconexión, de recordar, de religar, de despertar lo que es nuestro y que es lo que somos realmente.
Podemos no hacerlo y ser tan descuidados como para dejarlo ir… si no lo cuidamos, si lo abandonamos, si queremos que se vaya, se irá. Requiere atención constante, y paciencia, no de vez en cuando, sino en todo momento. Inteligencia, vigilancia, perseverancia y atención pura en la tarea.
Ahora ya sabemos que todo está dentro, enraizado en el interior de nuestro ser. De pronto somos conscientes de que, más que haber nacido en el mundo, en realidad ese mundo ha nacido en nosotros, somos la fuente, el creador y el guardián del universo, y todo lo que vemos depende de nosotros para sobrevivir, destaca Kingsley. Tú eres todo el mundo, estás en todas partes, no existe nada exterior y distinto de ti, algo que también han intentado señalar todas las tradiciones.
El manantial de la verdad
Esa verdad no podemos destruirla, ni hacerla desaparecer, ni podemos defenderla ni su existencia depende de nosotros. Se manifiesta en periodos y lugares donde se requiere una comprensión particular de la atemporalidad; donde cierta clase de necesidad, de profunda insatisfacción, significa que ha llegado el momento de la renovación. Serán pocos los llamados, y todavía menos los elegidos. Pero así ha sido siempre. Si se hace demasiado visible en una tradición concreta, seguramente correrá la misma suerte que otras y se secará, se vaciará, quedando sólo el esqueleto, pero surgirán nuevas tradiciones y escuelas , porque el manantial de la verdad no deja nunca de brotar.
Y ese manantial no proviene del mundo visible, sino del mundo invisible. Las raíces de todo cuanto existe reposan en el Tártaro, en el Más Allá, en el Otro Lado, lo que está más allá de todo lo que existe. Tiene el poder de la pura nada, más allá de este mundo de sentidos que hace que todo sea posible pero en el que nada puede sobrevivir.
Esa es la realidad que se esconde detrás del mundo que vemos y percibimos, y para salir de él no hace falta negar esa realidad, ni rechazarla, ni ignorarla o escapar de ella, sino que es suficiente sumergirse en sus raíces. Al final, acabamos donde empezamos, aquí, en este mundo que es el nuestro, pero estando en él de una forma diferente, consciente y rica, en conexión con la realidad que lo alimenta. Ya no hay necesidad de ir a ningún otro sitio, ni hay otro sitio al que ir. Todo está en nosotros.
El libro en que se basa esta entrada es: «Realidad», Peter Kingsley, Atalanta 2021.
Sobre la imagen que la ilustra:


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