Un sofá intacto

Pensar en las prioridades de la vida es muy curioso. Es cierto que todos nos parecemos, en el fondo, lo cual no es raro, ya que todos somos seres humanos… pero nuestras preocupaciones, desasosiegos, deseos o aspiraciones, nuestras prioridades a la hora de darle forma a esto que llamamos vida, pueden ser muy dispares… siempre me ha sorprendido comprobar esas diferencias, por qué para algunas personas lo prioritario son otras personas, o bien otros seres vivos, mientras que para otras, lo prioritario son ellos mismos, los objetos materiales, o conceptos tan relativos como el éxito, la riqueza, la posición… en el fondo todos buscamos la felicidad, imagino, pero está claro que los caminos por los que pretendemos alcanzarla son muy variados y muchos de ellos, además, fuente de infelicidad.

El otro día supe de un caso que me sirve como ejemplo. Unas personas devolvieron a la Protectora el gatito que habían adoptado porque «arañaba el sofá». Sentí una gran tristeza, no por el gato, que al final había tenido suerte y el destino le apartaba de personas tan poco amables. Sino por ellos, por esas personas que anteponían un sofá al cariño de un animal, a salvarle la vida y compartir con él un hogar. Pensé que esas personas llegarían a morir un día, como todos, pero que su éxito en la vida habría sido conseguir llegar a la tumba con un sofá intacto. El sofá mejor conservado del cementerio.

Si reflexionamos sobre este ejemplo, creo que veremos que ocurre muchas veces y que ninguno estamos a salvo de, en un momento dado, poner algo material y muerto por encima de algo animado y vivo.

Hoy he visto esto en Twitter. Me ha hecho reír, claro, porque en El Mundo Today son buenos en sacarte unas risas. Pero también me ha parecido que, a su manera, retrataban una triste realidad: la del abandono. Y en España somos líderes en eso, lamentablemente, en toda la Unión Europea, con 700 animales abandonados al día. 29 cada hora.

Imagen de Twitter.

Del abandono de abuelos y abuelas no tengo los datos.

Sin compasión

Estamos construyendo una sociedad en la que abandonar es fácil. Podemos abandonar al perro o al gato -o al abuelo-, simplemente porque nos queremos ir de vacaciones sin impedimentos ni dolores de cabeza, no estamos dispuestos a renunciar a nada. O porque tenemos alergia. O porque ya está mayor. O porque está enfermo. Da lo mismo si ese animalito solo conoce nuestra casa. Irnos de vacaciones es más importante, y hacerlo sin él es mucho más liberador. No pasa nada, alguien le recogerá, siempre hay almas caritativas por ahí, no lo atropellará un coche, tendrá suerte y le verán los de la gasolinera… la compasión no es nuestro fuerte.

Nos hemos instalado en una actitud que me parece muy peligrosa y contraproducente para todos: hacemos cosas simplemente porque podemos hacerlas. Porque no tienen consecuencias: no nos verá nadie, nadie lo sabrá, no nos pondrán multa… lo hago porque puedo hacerlo. Ya ni se llega uno a plantear un conflicto ético entre lo que está bien y mis deseos. Por supuesto, los deseos son lo importante en esta sociedad que nos hace creer que podemos todo y tenemos derecho a todo, sin contraprestaciones ni responsabilidades. La compasión es un cuento de viejas y de débiles.

Cuando ya no eres «útil»

A la abuela no la abandonamos en la gasolinera -de hacerlo, nos dirían algo-, pero podemos aparcarla en un geriátrico de esos en los que se mueren como moscas cuando llega la COVID. Si no habéis visto la película «El agente Topo«, os recomiendo que la veáis. Porque muestra con sensibilidad la realidad del abandono que viven nuestros abuelos. También la película «Help«, mucho más dura, muestra el desamparo que sufren los abuelos, no solo por parte de las familias, sino también de las instituciones, como ocurrió y se hizo evidente durante la parte más cruel de la pandemia.

Cuando ya no sirves a los ídolos de esta sociedad materialista, cuando dejas de ser «útil», simplemente te abandonamos, legal e institucionalizadamente.

Queremos un sofá intacto. Y estamos dispuestos a sacrificarle lo que haga falta, aunque sea algo que respira y se siente perdido y con miedo.

Civilización

Los del mundo rico tendemos a confundir civilización y tecnología. Como hemos avanzado mucho en lo segundo, pensamos que también en lo primero. Pero una cosa y otra no van necesariamente de la mano. Igual que el concepto de civilización no se limita a la riqueza material, o al crecimiento económico, o a lo altos que sean los edificios de una ciudad.

La civilización no es solo progreso material y político, también se refiere al progreso social y cultural. Y la cultura no es solo visitar museos o escuchar música clásica, como contamos en «Cultura e incultura«. Y ahí vamos más bien desacompasados, entre nuestro potencial y la realidad. Entre lo que podemos hacer y lo que hacemos realmente.

Civilización tiene que ver con los valores, con los principios que rigen una sociedad y que son comúnmente asumidos por casi todos sus miembros, sin cuestionarlos, porque vienen dados. Son los pilares sobre los que son educados los niños, protegidos los indefensos y respetados los ancianos. Esos pilares nos están fallando, amigos. Hemos empezado a cuestionarlos, no solo con palabras, sino también con hechos. Esos consensos fundamentales están sucumbiendo bajo el peso del individualismo, del hedonismo, de la irresponsabilidad.

¿Desde cuándo se han instalado en nosotros la falta de empatía, la falta de compasión y la crueldad omnipresentes? ¿Por qué ser cruel es ser fuerte y ser compasivo es ser un blando? ¿Quién dicta estas normas? ¿Por qué las aceptamos? ¿Cómo puede alguien atropellar a un perro, a un gato… a una persona!!!!… y no pararse?

El deseo y la realidad

No somos una sociedad civilizada porque tengamos drones, impresoras 3D y coches con GPS. Lo que muestra nuestro grado de civilización es, precisamente, qué elegimos entre un gato y un sofá, entre un perro y unas vacaciones, entre el cuidado y el abandono del abuelo. Entre el deseo y la responsabilidad. Entre la crueldad y la compasión. Esa es la elección fundamental de todos, en algún momento.

La cultura del deseo y del escapismo de la realidad es frontalmente contraria a la de la responsabilidad. Queremos ser eternos adolescentes, porque madurar significa precisamente tomar consciencia de la realidad, y la realidad es aburrida y está llena de deberes, responsabilidades y sacrificios.

Por eso hay tantas personas frustradas y enfadadas, pienso, crueles y sin un gramo de empatía. Porque como canta Serrat «nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio». Y la realidad siempre se acaba imponiendo. Estamos construyendo sociedades infantilizadas con ciudadanos que esperan, quieren, exigen cosas imposibles, guiados solo por el deseo, sin nadie que los confronte con el principio de realidad. Lo decía el otro día Jordi Sevilla en Twitter, y pienso que tiene toda la razón.

¿Hasta dónde estamos dispuestos a sacrificarnos y a poner las necesidades del otro por encima de las nuestras o, al menos, a su mismo nivel? Eso es lo que marca nuestro grado de civilización, individual y colectivo. Echemos cuentas…

Post Data: Un día después de publicar esta entrada, veo en Twitter lo que dice un colega periodista y… bueno, pienso que vale la pena recordarlo, al hilo de lo que decíamos más arriba. Es un hilo, vale la pena seguirlo, porque habla de más sitios que de Madrid: Catalunya, Castilla y León, Castilla-La Mancha y España en su conjunto…

La imagen que ilustra esta entrada es una viñeta del gran Paco Catalán, un artista que tiene la capacidad de dar siempre en la diana.

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