Una amiga acaba de ser abuela. Justo en este momento, en que la vida de su nieta Claudia empieza a caminar, se está apagando, lentamente y con cierto sufrimiento, la vida de su padre. Me decía el otro día que está viviendo un «momento especial» y único en la vida, observando, tocando con sus manos, sintiendo, los dos extremos de esta cadena que llamamos vida y que empieza con el nacimiento y termina, al menos en este mundo, con la muerte. «Qué gran lección», me decía. Mi amiga, que es una persona coherente y humilde, tiene toda la razón. Y me parece que es, además, afortunada, por tener ese sentido que la hace vivirlo así, ser consciente de ello y poder encontrarle, también, cierta belleza… porque al final, la vida es como es, no pacta, no pregunta, no consensúa. Y ver la belleza que hay en ella no es siempre fácil.
La gran lección por la que hemos de pasar en este mundo, pienso, no es la muerte, sino la vejez. Claro, la muerte nos preocupa, o la tememos, nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos… pero es verdad que vivimos de espaldas a la realidad de la muerte, aunque sabemos que un día vamos a experimentarla, no sabemos cuándo, ni cómo, ni dónde. Sin embargo, la vejez se va haciendo realidad poco a poco, toma posesión de nosotros, nos cambia, se convierte en lo que somos, nos quita cosas de nosotros mismos que dábamos por conseguidas, por seguras… nos obliga a adaptarnos a ella, a complacerla…
La vejez es relativa, claro. No depende solamente de los años, sino también del estado de salud, del espíritu con el que vivimos. Pero seamos seres dolientes o seamos campanillas, no llega y se aposenta en nosotros sin dejar rastro… siempre deja marcas, visibles e invisibles. Y si no llega, es solamente porque la muerte ha venido antes a buscarnos.
Nuestros padres
El primer contacto que tenemos con la vejez es con la de nuestros padres. De repente, esas personas que hemos visto siempre activas, resueltas, decididas, valientes, se convierten en un manojo de manías, miedos e inseguridades… claro, no ha pasado de repente, pero pienso que esa es nuestra percepción, y un día nos damos cuenta, somos conscientes de que nuestros padres han envejecido y son unas personas distintas de las que conocíamos. Es difícil de asumir… en la vida la relación con los padres pasa por muchas etapas, pero cuando ya eres adulto aprendes a comprender, a entender y valorar, y hasta a admirar aspectos de tus progenitores que quizá antes te molestaban o, sencillamente, ignorabas.
Sin embargo, llega un día en que te haces consciente de que esas personas han cambiado y de repente -aunque en realidad no ocurra así-, son como niños. Tus padres se han convertido en niños… inseguros, caprichosos, malcriados, temerosos, confiados, inocentes, olvidadizos, cabezotas, poco prácticos, frágiles… ¿Ya eran así antes? No, sin duda lo sabrías. Es la vejez actuando a través de ellos.
El enfado es, en ocasiones, la reacción que esto provoca. Nos enfadamos con ellos porque ya no son lo que eran, porque cuesta asumir que esa persona decidida, activa y valiente que admirabas, se ha ido. Y no tanto por ellos, sino por uno mismo: porque les necesitamos como eran. Pero eso no importa y el curso del tiempo es imparable. Eso es la vejez… y un día serás tú quien no pueda hacer nada contra ella y los efectos que provoca en ti mismo.
Los cambios
Es cierto que cambia el cuerpo, la ley de la gravedad hace de las suyas, aparecen arrugas, la piel se seca, se hace más fina y transparente, el pelo pierde su vigor… en la cabeza, al menos, porque de repente aparecen pelos donde nunca habían estado… un hombre que «envejece bien» puede no perder su atractivo -hasta cierto punto, claro-, pero en las mujeres el juicio es más severo y, simplemente, a partir de una edad las mujeres pasan a ser invisibles. Dejas de ser lo que eras, simple y llanamente. Otra cosa que hay que aceptar, porque esa es la principal característica de la vejez: se impone a su manera sin darte opción a elegir.
Cuánta razón tiene mi amiga. Qué gran lección… la vida es una gran lección de principio a fin, pero es en la parte final cuando realmente se ha lucido. Tanta ambición, tantos deseos, tanta voracidad, tanta codicia, tanto afán por tener, por ser, por discutir, por medrar, por acumular, por fastidiar, tantos esfuerzos por ocultar, por vencer, por conseguir, por disimular… todo esto acaba en la tumba, amigos… pasando previamente por la vejez, un estado que debería ser de gracia, de reconciliación, de rectificación, para enmendar errores, recomponer actitudes, aplicar aprendizajes. Pero no siempre es así, ¿verdad?
Me parece triste y una pérdida de tiempo llegar a la tumba cargado con la misma mochila que has paseado toda la vida. Hay que desprenderse de ese bulto, dejarlo dulcemente posado en el arcén, o tirarlo con fuerza lejos, pero dejándolo atrás sea como sea. Llegamos a este mundo sin nada, y sin nada partiremos de él. Al menos, sin nada material, sin ego, sin tantas cosas que quizás durante nuestra vida hemos pensado que nos definían y que eso era lo que éramos, lo que hemos sido.
Siempre, la humildad necesaria
La vejez es la cura de humildad definitiva. Y la muerte es la liberación, las vacaciones de verano tras el esfuerzo, antes de iniciar un nuevo curso. Una y otra son las últimas grandes lecciones de la vida, lecciones que, como todas las demás, podemos aprender, aprehender, o ignorar. En eso sí que somos libres, para acertar o equivocarnos. La gran diferencia, pienso, es el cómo… dado que todos pasaremos por ahí de una u otra forma. La dignidad, la humildad, la coherencia con que asumamos la realidad en lugar de luchar en su contra, porque la realidad siempre vence. Una vez alguien me dijo que morimos como hemos vivido, y es posible que sea cierto.
También envejecer es una prueba de resistencia y a la vez, de aceptación. Aunque vivamos en una sociedad en la que la belleza suele estar reñida con la vejez, no puedo evitar ver belleza en todo esto… en este ciclo que llamamos vida y en cómo nos despiden de ella, con la pérdida, y el llanto, y el duelo, y la soledad, y la aceptación. Quizás, después de todo, no sea tan distinto a cómo entramos en la vida, solo que no recordamos el dolor y el miedo… Y a pesar de todo, somos capaces de mantener la esperanza. No me digáis que no hay belleza en todo esto…
Termino con un poema de «El libro azul», de Esteban González Bayo, que vi un día en Twitter compartido por su hijo, Esteban González Pons:
«A mi padre no lo recuerdo joven, poderoso, altivo.
A mi padre lo recuerdo viejo, cansado, abatido.
¡Esperándome él!
¡Llegando yo!
Al final de su vida fue emocionante
cerrar nuestro círculo,
siendo yo su padre
y él, mi hijo».
Esteban González Bayo
El cuadro que ilustra esta entrada es «El relojero», llamado también «Revelación», pintado en 1955 por la gran Remedios Varo.
