¡Ay, las palabras! ¡Qué inmensa creación! ¡Qué ignorados titanes! Con su cuerpo volátil, con su fugaz aparición, con sus destellos imprevistos, con su estela invisible, las palabras sostienen nuestro mundo. Son ellas las que ordenan el caos, las que conforman la memoria, las que combaten con los sentimientos, las que alimentan nuestras voluntades. Ellas crean el miedo, ellas lo abaten. Ellas crean la fe, ellas la abaten. Ellas penetran en las almas y encienden allí hogueras, lumbres que pueden durar vidas o siglos, fuegos tan arraigados y voraces que también sólo ellas, si es que llega el momento, consiguen sofocar.
Pedro Olalla
¿Habéis pensado alguna vez que malgastasteis el tiempo miserablemente por no atender a vuestras clases de griego en el instituto? Alguien nos debería advertir sobre lo útil que es el griego -el latín, también, pero sobre todo, el griego-, y que, por lo tanto, no deberíamos hacer el tonto y malgastar horas y neuronas, sino aprovechar muy a fondo las clases de griego. No podemos hablar con propiedad, no podemos conocer las palabras que utilizamos, ni los por qué de sus historias y sus vidas, de sus significados, no podemos conocernos a nosotros mismos en realidad, nuestros pensamientos y vocabulario, de dónde venimos, si desconocemos la lengua griega. Así de importante es.
Mi amigo de La Biblioteca de Babel, en Palma -un lugar mágico que debéis visitar tan a menudo como podáis para manteneros vivos y pensantes-, me ha regalado un libro que está resultando ser una delicia. Pedro Olalla, que era totalmente desconocido para mí, es un helenista asturiano, profesor, traductor y cineasta, que vive en Atenas desde 1994. Pero lo más relevante de esta persona es que ama las palabras, y consecuentemente, ama la lengua griega. O quizá sea al revés… pero el resultado es el mismo. Nos ofrece en «Palabras del Egeo» un viaje fascinante por la etimología, la historia, el significado y las relaciones de un grupo enorme de palabras griegas, enorme no por su tamaño, sino por lo que son, por lo que describen.
Me ha parecido muy bonito lo que dice de la palabra logos (λόγος), y esto es lo que quiero compartir con vosotros, con algún que otro aderezo.
Porque sobre esta palabra fue edificado el mundo, imaginaos lo fundamental que es.
«En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron (…)
… La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (…)
… Y aquella Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros».
Juan, 1 – 14
La Palabra es el logos, ambas palabras se utilizan según las versiones de la Biblia. Pero el Evangelio de Juan no es el primer lugar de la Biblia donde aparece la Palabra como protagonista. El primer lugar es el Génesis: justo después de crear los cielos y la tierra, cuando el espíritu de Dios se movía sobre las aguas del abismo, fue la palabra divina la que creó lo siguiente: la Luz. «Hágase la luz», y la luz se hizo. Por el poder creador de la palabra.
La Palabra es, en todas las tradiciones, una de las primeras emanaciones del Uno que empieza a disgregarse, a crear, a hacer que emanen de sí el resto de potencias y seres. En los Veda, ese ser primigenio que empieza a crear a partir de sí mismo, sucumbiendo prácticamente en ese deseo, es Prajapati. Él es el primero, y «la segunda» es, precisamente, la diosa Vac, la Palabra: «una columna de agua que era un ser femenino, cayendo del cielo a la tierra«, según nos explica Roberto Calasso. En los Veda la creación tiene una fascinante raíz erótica, y por eso, Prajapati y Vac, seguidamente, se enlazaron: «Con su mente él se enlazó con Vac, Palabra«. De ese enlace surgieron los dioses.
Mente y Palabra son el origen de todo lo demás, la Palabra como una emanación de la divinidad, como esa mente creadora que se hace carne en este mundo. Como el 1 y el 2, y también el 3, que reúne a ambos. El dios geómetra que crea, en nuestra tradición, utilizando la Palabra como materia prima, y el ser primero védico que tiene un deseo y lo cumple.
Por eso la palabra logos tiene una estrecha relación con los verbos pensar y contar, y, a través de este último, con decir y calcular, y sus derivados. El pensamiento habla, cuenta, dice, calcula, y muchas más cosas, utilizando palabras.
Así es definida la palabra logos por la RAE:
- Razón, principio racional del universo.
- En la teología cristiana, el Verbo o Hijo de Dios. El Logos.
- Fil. Discurso que da razón de las cosas.
Según recoge Olalla, la palabra logos puede significar: pensamiento, palabra, discurso, razón, causa, argumento, relato, proporción, oráculo divino, consideración… y todos sus derivados. Es, también, «la razón creadora del mundo», o sea: «una primera causa, un pensamiento divino del que emana y por el que discurre todo lo creado, como si se tratara de palabras que salen de una mente; un supremo atributo de la divinidad, del que el otro logos, el del hombre, es tan sólo un reflejo«.
Es una referencia a esa idea inicial del logos como potencia creadora que, además, se encarna en el mundo y se convierte en un atributo también humano. Como en los Veda, como en tantas tradiciones, el modelo original, la realidad, en el cielo… y en la tierra, su reflejo dentro de la materia.
Logos es un nombre que procede del verbo lego (λέγω). Llegados a este punto, dice Olalla algo muy curioso y que vale la pena comprobar: «detrás de cada verbo –asegura– está siempre el mensaje intuitivo de un gesto«. Y para demostrarlo, dice respecto al verbo lego: «estira el dedo índice y el dedo corazón y júntalos con el pulgar haciendo pinza«. Así, pellizcando el aire, como si seleccionásemos trozos de nada, escenificamos el verbo lego: juntar, escoger, captar.
En la etimología, las reinas del baile son las raíces y la fonética de las palabras. La raíz griega LEG expresa todo el significado del verbo lego, como en colegir (ir uniendo ideas hasta componer un pensamiento), leer (legere, ir uniendo letras), inteligencia (la capacidad de leer lo que se esconde dentro, inter + legere, eligiendo entre opciones). Pero también la encontramos en palabras menos metafóricas y más literales: colección, colecta, cosecha, leña… todas ellas con el sentido de juntar, recoger.
Y como las raíces también tienen familia, y su fonética siempre da certeras pistas, Olalla relaciona la raíz LEG con la raíz, también griega, LEP/LEK, que, dice, «transmite la idea afín de contener, de ofrecer un reposo«.
La primera, LEG, junta y recoge. La segunda, LEP/LEK, se refiere a contener. Y ambas derivan de una raíz más antigua, LE/LA, que transmite la idea de recipiente, como cuando juntamos las manos para recoger agua. De esa raíz vienen las palabras griegas que dieron cuenco y balanza, y también, porque la etimología es maravillosa, lecho, lectum, que es, dice Olalla, «donde duerme el río, donde está contenido y por donde discurre«.
En cierto modo, también es ordenar, tener algo recogido y ordenado, en su justo lugar, no desparramado por ahí. El logos es una potencia que ordena el caos, como vemos en el Génesis. Y es ese recipiente que contiene, que recoge, que da curso… tiene mucho sentido que la diosa védica que lo simboliza, Vac, sea femenina y, también, que sea una columna de agua, matriz de la vida, un curso de agua que cae a la tierra desde el cielo…
Desde el lecho de este río podría parecer que estamos muy lejos de la palabra logos, pero no es así: discurso parece prima cercana de curso, del curso de un río, por ejemplo, y de discurrir, que se refiere tanto a pensar como a un líquido que fluye.
Vemos cómo las palabras viven en el mundo de la metáfora y relacionan significados tanto literales como metafóricos con igual precisión y gracia. Hemos empezado con la creación del mundo y la Palabra, y terminamos admirando el curso de un río que fluye…
«… en el río que nos hizo entender el logos de los hombres como un fluir de ideas y palabras, y que, a su vez, nos hizo concebir también el otro logos, el divino, como un cauce por el que el universo fluye desde la fuente de la divinidad».
Repasemos, con Pedro Olalla, a la inversa, el camino que nos ha llevado desde el logos, nuestro punto de partida, hasta el río. Remontemos de nuevo la corriente: lecho: cauce: acopio: recogida: captación: pensamiento: palabra.
Recoge Roberto Calasso en «El ardor», que mientras en Grecia la Palabra prácticamente se asimila a la Mente, y la disputa por la primacía será entre la palabra escrita y la palabra oral, en India esa lucha es entre la Mente y la Palabra, y gana la primera porque es anterior y en cierto modo, incluye a la segunda y es mucho más ilimitada. Es Mente quien crea a Palabra, en India, mientras en Grecia se funden en el Logos.
De hecho, el movimiento, casi en zig-zag, sería: Mente – Palabra – Pensamiento. La materia de la que estamos hechos.
Fue el deseo de placer el que hizo que el creador védico, Prajapati, creara a Vac, la Palabra, con la que unirse. «Deseo, que fue la primera semilla de la mente«, dice Calasso. La Palabra es «aquella que todo lo penetra y a quien nada se le puede negar«. Y que además, es invencible. Por eso los Veda hablan de la lucha mítica entre los Deva y los Asura por la supremacía, y cómo ganan los segundos: porque consiguen llevar a Vac, ese hermoso ser femenino hecho de agua, la Palabra, a su territorio, y dejan a los Deva sin ella, como seres que «han perdido la palabra», como bárbaros balbuceantes.
Referencias:
- «Palabras del Egeo», Pedro Olalla, Ed. Acantilado, 2022
- «El ardor», Roberto Calasso, Ed. Anagrama, 2016
- «El poder de la palabra«, entrada en este blog
