Uno de los personajes más curiosos con que se encuentra Alicia en su viaje por el País de las Maravillas es la Reina de Corazones. Mandona, con mal genio, sin empatía, impaciente, susceptible… mandar para ella no implica responsabilidad ni se detiene a valorar las consecuencias de sus órdenes o deseos, simplemente, los grita: «¡Que le corten la cabeza!». Es su derecho, ella es la autoridad.
Todos conocemos la historia del rey que iba desnudo, pero sus cobardes cortesanos no se atrevían a decírselo… tuvo que ser el inocente de turno –un niño, o el bufón, o el tonto– el que gritó, ante el asombro y el terror de todos, que el rey iba, efectivamente, en cueros. Bien, el futuro de ese niño habría sido breve si en lugar del rey presumido hubiese sido la Reina de Corazones la que se hubiera paseado desnuda. Habría ordenado que el inocente fuera decapitado, y ella habría seguido paseándose, ignorante y complacida, sin ropa…
Porque hay personas que no soportan escuchar la verdad, sobre todo, si esa verdad se refiere a sí mismas y no es halagadora… y esto nos ha pasado alguna vez a todos, al margen del tamaño de nuestro ego…
Ese ego gigante
Decía Lewis Carroll respecto a su regio personaje que la había imaginado «como una especie de encarnación de una pasión ingobernable: una Furia ciega y sin rumbo«. Todo ímpetu, hervor, violencia, desconfianza… grandes pilares sobre los que sostener un gran ego. Al final, la Reina de Corazones no era tan fiera como parecía y pocos sucumbían al verdugo, porque por suerte en su reino había otras fuerzas menos tonantes y arrolladoras y más compasivas, como el mismo Rey, para compensar.
El principal problema de la Reina de Corazones, su principal inconveniente, era ella misma. Ese ego desmedido y atronador… el culpable de casi todo.
Ese personalismo que impide ver las cosas –y a las personas–, como son en realidad. Ese que impide hacerse una idea adecuada a la realidad de los hechos y las situaciones. Ese que impide valorar, sopesar, entender con mesura y ponderación. Ese que está siempre en el fondo de todo, y encima y delante y detrás, el que explica todo, justifica todo, todas las actitudes contrarias al buen entendimiento, a la generosidad, a la compasión, a la empatía, a la colaboración, a la amistad o al amor. El ego.
«Yo», «me», «mi», «mío»… ahí reside el adversario, no en las profundidades del infierno y entre calderos. Está ahí, dentro de nosotros mismos, siempre preparado para hacerse notar, aunque sea haciendo el ridículo. Su orgullo y su arrogancia pueden no tener freno, y hacen que se hinche tanto que no quepa nadie más en la habitación, en la vida. Por eso es una fuerza centrífuga, que arrastra todo a su alrededor en un torbellino y lo acaba expulsando lejos. Es difícil vivir y construir al lado de personas dominadas por su personaje. Y eso teniendo en cuenta que todos sufrimos, en mayor o menor medida, de esa enfermedad.
La autoestima
Algunos dicen que ese ego desmesurado nace de una falta de confianza en sí mismo, de la inseguridad y la baja autoestima. Puede que sea cierto, porque a veces las armas que esgrimimos contra los demás son sencillamente las que muestran nuestros puntos débiles, las que intentamos utilizar para protegernos, incluso aunque nadie nos ataque… una personalidad construida a base de inseguridad y baja autoestima solo puede dar infelicidad. Quien vive confiando en sí mismo, conociendo y aceptando sus debilidades y sus fortalezas, no necesita armas para esgrimir frente a los demás, ni para dañarles ni para protegerse.
Recuerdo una escena de la película «Criadas y Señoras» («The Help»), en que una de las criadas negras que cuida de los niños de una familia blanca, abraza a la pequeña de la casa –cuya madre vive centrada en sí misma– y le repite diariamente este mantra: «Tú eres buena, tú eres lista, tú eres importante»… y no solo eso, además, refuerza esas palabras con cariño.
Eso es trabajar la autoestima de una persona, no cultivarle el ego. Puede que parezca una sutil diferencia, y puede que lo sea, pero tiene mucho sentido: trabajar la autoestima de una persona es hacerla sentirse cómoda con lo que es, con su fragilidad y sus defectos y con sus virtudes y dones, quererse y respetarse a sí misma como primer paso para querer y respetar a los demás.
Todos somos buenos, listos e importantes, pero necesitamos creerlo. Y sentirlo.
El rey de los trileros
El ego es un azote para nosotros mismos y para el mundo. Un ego desmedido es un personaje que se ha apoderado de la personalidad y la tiene sometida. Esa persona tendrá mucha dificultad en liberarse, porque primero tendrá que darse cuenta de que está prisionera y de que ese personaje no es ella realmente… y eso es muy difícil. ¿Cuántas veces no zanjamos las desmesuras de nuestro ego con un «¡Que le corten la cabeza!» a nuestro interlocutor? Ser consciente de cuál es el problema es difícil, aunque como ocurre siempre, es el primer paso imprescindible…
Controlar el ego es importante y es algo a lo que podemos aspirar, no a eliminarlo, porque eso es imposible. Pero sí que podemos aspirar a reducirlo a su rincón, a identificar cuándo es él quien está hablando o pensando por nosotros, a quitarle gran parte de su poder e influencia en nuestra cabeza. Es un trilero, con tal de ser siempre el protagonista y salirse con la suya se disfraza, se camufla, cambia de cara y finge que será manso y que está de acuerdo con nosotros, llora y se arrepiente… pero son trampas, en realidad… no tiene ninguna intención de quedarse al margen y callado. Así que necesita que le vigilemos constantemente y que le recordemos cuál es su lugar, algo que puede ser agotador, pero también imprescindible, porque después de todo se trata de la propia supervivencia.
El ego y los metales
En las logias masónicas hay al menos tres formas de trabajar el ego, que es uno de los «metales» simbólicos que deben quedar fuera, en la puerta, y que los masones no deben introducir en el recinto del templo.
Una de ellas es la importancia que se da al hecho de que todos los miembros estén, siempre, en su «lugar y sitio». Así, al inicio de cada tenida, el Primer Vigilante es el responsable de comprobar «que todos los asistentes son Aprendices Francmasones, y que están en el lugar y sitio que les corresponde», según especifica el ritual del grado de Aprendiz. Esta cuestión no es un mero trámite y enfrenta a cada uno de los miembros de la logia consigo mismo en un breve autoexamen del que hablamos más en la entrada «Lugar y sitio«.
La segunda manera que veo está en el mismo funcionamiento de la logia, donde existen una serie de Oficios que cumplen de forma rotatoria sus miembros con el grado de Maestro, desde el presidente, llamado Venerable Maestro, al resto. Todos pasan por cada una de esas funciones, que conllevan distintos deberes y la necesidad de poner en práctica distintos conocimientos. El Oficio siempre es el mismo, pero la persona que lo lleva a cabo, no. De esta manera, lo importante es el Oficio, que se llama así y no con la palabra «cargo», y quien lo ejerce debe dejarse penetrar por los requerimientos de cada Oficio, de manera que su personalidad no se vea reflejada, sino anulada. La máxima «lo que haces, te hace» es totalmente cierta, y cada Maestro de la logia actúa desde su Oficio y no desde sí mismo, quedando al margen los egos y los personalismos. El Oficio es el que es continuo en el tiempo, los obreros simplemente se suceden en él.
La fraternidad
La tercera forma de trabajar el ego en las logias es, simplemente, el roce con los demás miembros y la práctica de la fraternidad. Allí se reúnen personas muy diferentes desde todos los aspectos, edad, condición, profesión, origen, inclinaciones políticas o religiosas, aficiones, intereses… personas que quizá nunca se habrían conocido de no ser por su condición de masones. La convivencia, como vemos cada día, no es fácil. Hay que aprenderla y hay que querer ejercerla, y eso se aprende ejerciéndola: superando roces, desencuentros, malos entendidos o discusiones… todo ello entra dentro de las atribuciones del ego, que debe ser dejado fuera de la logia. Cuando esto no ha sido así y ha tenido lugar un desencuentro entre hermanos, los masones recurrimos de nuevo al simbolismo de los constructores para restablecer la armonía y lo que hacemos es «pasar la llana», como se hace en una obra para eliminar los desperfectos de una superficie lisa.
Me preguntaréis si se consigue, en una logia, dominar los egos… la verdad es que no siempre, está claro, pero lo importante es que esa es la intención, ese es el propósito. Y la convivencia armoniosa es posible, está demostrado. Así que el método funciona si de verdad queremos que funcione.
Esas tres maneras de luchar contra el ego pueden ser aplicadas en la vida de cada día también por cada uno de nosotros, seamos masones o no. Desde nuestro trabajo, nuestro lugar en la sociedad, en la familia, entre los amigos, en el vecindario, dejando los «metales» fuera de nuestra relación con los demás, y recurriendo al mandato de la fraternidad para zanjar desacuerdos, a ese «pasar la llana» que literalmente lima las asperezas.
Morir antes de morir
Cualquier crecimiento, posibilidad de perfección, de mejora de lo que somos, pasa por controlar el ego. A eso se refiere esa recomendación que han pronunciado tantos sabios de todos los tiempos: «morir antes de morir». Hay que vencer a ese personaje usurpador antes de que nos llegue la muerte física, porque después ya no podremos hacer nada. Toda posibilidad de cambio, de crecimiento, de evolución, es aquí y ahora.
A eso se refiere la muerte iniciática y también los requerimientos que hacen todas las tradiciones para que quien emprende el camino elimine el «yo pequeño» y tienda a identificarse con el único Yo.
Es cierta la frase de que el cielo y el infierno están en nosotros mismos. Todo está en nosotros mismos, y es verdad que a veces cuesta no rendirse, pero la rendición es un lujo que no nos podemos permitir, simplemente porque esa lucha es lo que somos, lo que nos hace, lo que nos construye y mejora. Esa lucha de nosotros mismos con nuestro ego es la base de todo lo demás, de todas las victorias futuras que podamos obtener en la vida… en todas las vidas. Y hablo solamente de victorias frente a nosotros mismos, porque esa competición es la única realmente necesaria y que merece nuestra atención.
