El gran inquisidor

No sé si sabéis que el capítulo V del libro V de «Los hermanos Karamazov«, de Fiódor Dostoyevski, transcurre en Sevilla. El escritor ruso nunca visitó esa ciudad, sin embargo, hizo que la acción de ese capítulo de una de sus grandes obras tuviera lugar allí, dicen algunos que delante de la iglesia de El Salvador, en la plaza donde eran quemados los herejes.

Y así empieza ese capítulo del libro, al día siguiente de haber sido quemados 100 herejes en presencia del cardenal gran inquisidor, el rey, caballeros, dignatarios, damas de la corte y el pueblo.

¿Y qué ocurre en esa plaza? Pues que de entre las cenizas de esas cien hogueras, aparece un hombre al que toda la gente reunida en la plaza identifica enseguida, sin sombra de duda: Cristo. Tiene que ser él. Le piden milagros, curaciones, su bendición, y él lo hace. Incluso resucita a una niña.

«Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen»

Pero resulta que el gran inquisidor, con su cortejo, desde el otro lado de la plaza, ve lo que está sucediendo, ve incluso que ese hombre ha resucitado a una niña que estaba dentro de un pequeño ataúd blanco. Y por supuesto, las palabras que profiere el cardenal no son de sorpresa, o compasión, o amor… son las palabras de siempre: «Prendedle».

El pueblo se aparta, dice Dostoyevski, el mismo pueblo que hace unos segundos le pedía a Cristo la curación y los milagros, ahora se arrodilla para recibir la bendición del inquisidor.

Cristo es encerrado en un calabozo. El inquisidor le visita, solo, en la oscuridad, cerrando la puerta tras de sí. ¿Y cuáles son sus primeras palabras para con el preso?

—¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta prosigue:
—No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo… No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; seas quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda…

Tremendas, las palabras del cardenal.

Y a partir de ese punto, Dostoyevski crea un monólogo del inquisidor –porque el preso no responde, habla solo con la mirada–, sobre la libertad del hombre y el sentido que tiene, o no tiene.

Sobre si esa libertad es un regalo o una maldición, y cómo los hombres de la Iglesia guían a un pueblo que no sabría qué hacer solo con la libertad y, como un niño pequeño, necesita que le señalen el camino, le adviertan, le den permiso y le castiguen.

“Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no les permiten comprender, una libertad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras. Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que “no sólo de pan vive el hombre”…

Para el hombre y la sociedad, dice el inquisidor, no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad.

Y deja claro que, según su punto de vista, el hombre prefiere pan a libertad y añade que a la larga, haberles dado «el fuego del cielo» solo se volverá en su contra, en contra de los hombres y del mismo quien se lo dio, mientras que a la vez, los hombres se girarán hacia la Iglesia («nosotros», dice el inquisidor) pidiendo pan, «lo único de lo que tendrán necesidad», apuntilla.

«Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el
pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca — ¡nunca! — sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos»…

El inquisidor tiene claro que los hombres, «esos pobres seres», acabarán por dejarse dominar y admirarán a los dirigentes de la Iglesia, que se convertirán en sus dioses. «Reinaremos en tu nombre y no dejaremos que te acerques a nosotros», añade.

El cardenal dice saber cuál es el «eterno y unánime deseo» de la Humanidad: tener un amo.

«El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan».

El hombre anda loco por delegar esa libertad con la que nace, dice el inquisidor, y le recrimina al prisionero que no coartara la libertad humana, que tanto hace sufrir al hombre. Expone que nada hay tan querido al hombre como su libre albedrío, pero que tampoco hay nada que le haga sufrir tanto.

«Entre el bien y el mal, el hombre elige la paz», asegura el cardenal, y vuelve a reprobarle al prisionero que, en lugar de pacificar la conciencia humana, la formase de «cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre».

Y se burla:

«Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿No se te alcanzaba que acabaría por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie».

El inquisidor, siguiendo con su monólogo y sus recriminaciones al prisionero, añade:

«Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos — haciéndoles felices —: el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna».

Lo que Cristo quería era que el hombre eligiera amarle libremente, algo que el inquisidor no puede entender ni justificar. Está seguro de que el prisionero tiene y siempre ha tenido una idea demasiado elevada del hombre.

Y grita: «¡Es esclavo, aunque haya sido creado rebelde!».

Es un ser débil y cobarde, dice, y Cristo le ha exigido demasiado…

«La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre».

Y aquí el inquisidor ya se quita totalmente la máscara y le dice al prisionero que «ellos» han hecho lo que él se negó a hacer, que han «corregido su obra» y han basado su propio poder en el milagro, el misterio y la autoridad para someter al hombre y, a la vez, hacerle feliz, siendo conducido de nuevo como un rebaño, ya que es lo que quiere.

«Nosotros amamos a la Humanidad», asegura el inquisidor, y añade: tanto, «que le hemos permitido pecar, con tal de que nos pida permiso».

«¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos… Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto»…

¿A qué secreto se refiere?

Deja caerlo lapidariamente, y luego lo justifica. El secreto es que «ellos», no están con Cristo, sino con Él…, con el otro, desde hace ocho siglos.

«Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo».

Él… el adversario, el de las tentaciones… el que separa y domina.

«Tú tienes tus elegidos, pero son una minoría: nosotros les daremos el reposo y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad».

Los hombres, cansados de las dudas, del miedo y de la libertad, se entregarán totalmente y no verán que se están metiendo en una trampa.

Y si lo sospechan, no les importará, porque ya no tendrán el peso de elegir y pedirán a gritos la salvación… esperando que sea otro quien se la dé.

«La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a cansarlos con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros —los más—, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”

El inquisidor reconoce haber intentado participar del sueño de Cristo, del sueño de la libertad, y la fortaleza, y el amor, y la austeridad, y el orgullo del bien…

«Pero he renunciado a tu locura», expone, para «sumarme al grupo de los que corrigen tu obra».

«Mañana te quemaré», sentencia, y calla. Y sigue Dostoyevski:

«Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca…, nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad”. El preso se aleja».

Y así termina este intenso capítulo.

«El gran inquisidor» y la obra de la que forma parte, fue publicada en 1880, pero es uno de esos textos que no envejece, y que cada vez que se lee produce el mismo efecto… inquietud, conciencia de estar leyendo algo que explica muchas cosas de nuestro mundo, de cómo somos, de cómo nos tratan y con qué expectativas, de cómo nos tratamos y, también, con qué expectativas…

Pienso que es una de las grandes preguntas esa que tiene que ver con la libertad y el libre albedrío y, a la vez, el miedo y el pesar de llevarlos a cuestas y por lo tanto, de ser, de hacernos humanos. Ese miedo, esa soledad, esa sensación de abandono, de no entender nada… La libertad como regalo envenenado, porque no sabemos qué hacer con ella, porque no atinamos en su uso, porque la utilizamos para restar en lugar de multiplicar, para hacer daño.

Porque en este proyecto enorme, cósmico, de construcción de la Humanidad en el que estamos, los éxitos parecen ser mucho menos cuantiosos que los fracasos.

Libre de elegir lo que eres

El humanista italiano Pico della Mirandola (1463-1494) escribió su «Discurso sobre la dignidad del hombre» intentando explicar cuál es su lugar y sitio en el mundo: el de intermediario y observador de todo, al que Dios no le dio un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar precisamente para que el hombre, libremente, elija conscientemente qué quiere ser, cómo quiere ser y qué lugar quiere ocupar.

Esa es la libertad que el gran inquisidor de Dostoyevski teme tanto y quiere eliminar, pero esa es, también, la libertad que nosotros mismos tememos tanto y con la que no sabemos muy bien qué hacer, principalmente porque hacemos oídos sordos a las instrucciones de uso de las que disponemos. Miramos a otro lado, hacemos como si las ignorásemos.

Así lo explica Pico della Mirandola, en palabras del mismo Dios al hombre, a quien ha creado con una naturaleza indefinida y lo ha puesto en el centro del mundo:

«Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe.
No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores, que son divinas».

Somos libres. Libres para elegir. Podemos ser lo que queramos ser. Al parecer, solo depende de nosotros. Podemos subir… o podemos bajar. Tenemos las herramientas y las instrucciones. El vacío nos da miedo, y la responsabilidad, también. Y la ignorancia es cómoda. Pero no podría ser de otra manera. Podemos elegir.

(La imagen que ilustra esta entrada es obra de Guillermo Pérez Villalta y se titula «Dios padre y Dios hijo». Es de 2006)

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