«Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad: atrévete a saber, empieza»
«Dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, / incipe«
Horacio, del Epistularum liber primus
«Atrévete a saber», decía el poeta latino Horacio. Conocedor, imagino, de que llegar a saber es un largo camino, no siempre de vino y rosas, un esfuerzo de toda una vida, alentaba con este verso a quienes tenían miedo, o quizá pereza, o ambas cosas… Empezar el camino ya es la mitad del trabajo que nos espera, solo resta la otra mitad. Empieza.
Hay personas inteligentes, curiosas, sensibles, interesadas por el conocimiento, que disfrutan la lectura de libros especiales, como las obras del maestro alquimista Fulcanelli, o que admiran el lenguaje simbólico y la mitología, la filosofía entendida como conocimiento de la vida y del alma… pero, sin embargo, no empiezan, no se atreven a levantar el velo de ese conocimiento para ir un paso más allá y mirar dentro de la madriguera…
Quizá simplemente no quieren, pero tengo para mí que es algo más, algo más profundo que puede tener que ver con el miedo al vacío, o el miedo a la pérdida de unos referentes que han sido útiles, como andamios que todos construimos para sustentarnos y sustentar nuestra vida… Quizás también miedo a encontrar algo que amenace la zona de confort de ese andamiaje, que amenace su propia existencia, quizás miedo al precipicio, a la incertidumbre…
Soy…
Muchos de ellos dicen: «soy ateo», una postura comprensible, aunque basada en un prejuicio, o sea, en un juicio previo a toda investigación. Porque, si acaso, uno sabe al final del camino qué ha encontrado o no. Prejuzgar que no hay nada antes de empezar a caminar tiene para mí poco sentido… para decir que algo no existe debemos tener una idea de a lo que nos referimos, aunque sea para negarlo, y es posible que lo que no existe sea esa idea nuestra, esa aproximación… Pero sea como sea, si no buscamos, si no investigamos, no podremos asegurar si sí o si no.
Otros dicen: «soy agnóstico», lo cual es aún más curioso, si cabe, porque es la negación de nuestra posibilidad de conocer… como no podemos saber, no vale la pena intentarlo. Es como hacernos trampas al solitario. Si algo define al ser humano es su capacidad por conocer, y no tengo claro que sea tan fácil dibujar la frontera entre lo que podemos y no podemos conocer, hablando de este mundo y de lo que en él se cuece.
No estoy criticando a las personas que lo dicen, me gustaría dejarlo claro, no soy nadie para criticar ni pretendo ser ofensiva. Me refiero al uso de esas palabras y a su significado. Es como cuando alguien dice «no me gustan los guisantes», y resulta que jamás los ha probado.
Por otro lado, y esto me parece importante, haber llegado a la edad madura sin empezar a buscar es también algo que reconforta: si no he necesitado hacerlo hasta ahora, si no me he decidido a empezar o no he sido llamado a hacerlo, ¿para qué empezar en este momento? Todo da algo más de pereza cuando se llega a esa edad…, dudar, empezar de nuevo, abrirnos, tener esperanza, confiar… es fácil acabar pensando que somos unos ingenuos, que la vida nos acabará dando otro bofetón, que todo esto son tonterías. Ya se encargará la razón de decirnos todo eso y más en algún momento. Y es normal, porque ella está para otras cosas, y si no la aderezamos con intuición, imaginación y fe, que es amor, ella siempre nos lleva por un camino seguro y frío.
No deberíamos tener miedo a aprender, aunque no sepamos a dónde nos puede llevar ese aprendizaje. La confianza, la fe, es fundamental.
«La fe sola, escribe un filósofo anónimo, formula una voluntad positiva. La duda la vuelve neutra. Y el escepticismo, negativa. Creer antes de saber es cruel para los sabios, más ¿qué queréis? la Naturaleza no se rehará ni siquiera para ellos, y tiene la pretensión de imponernos la fe, es decir, la confianza en ella, a fin de concedernos sus gracias. Confieso, por lo que a mí respecta, que la he considerado siempre bastante generosa para perdonarle esta fantasía».
En «Las moradas filosofales», Fulcanelli
Desaprender para aprender
Desde el mismo momento en que uno entra en la Masonería, por ejemplo, recibe un mensaje claro: es importante desaprender mucho de lo aprendido hasta entonces. Y es así por dos motivos fundamentales.
Uno, muy práctico, porque necesitamos espacio para que quepa lo nuevo, lo que vamos a aprender en el mundo del lenguaje simbólico, en el mundo de la tradición, de la filosofía perenne… no es tanto una cuestión de capacidad como de ubicación y coherencia: lo nuevo que aprenderemos no entrará en nosotros solamente a través del intelecto, entrará, principalmente, a través de la intuición, de la piel, del corazón y la inteligencia, que reúne todo nuestro arsenal cognitivo… por eso es un aprendizaje mucho más lento que el que se da en otros ámbitos, por ejemplo, en la universidad.
Por desaprender no hemos de entender, aquí, olvidar, porque en el mundo profesional, familiar, social en el que vivimos, esos conocimientos nos siguen siendo útiles… quiere decir, más bien, situarlos en un cajón lateral, digamos, coger todo ese material y archivarlo para tenerlo a mano cuando lo necesitemos, pero sin basar en él nuestra vida y nuestra realidad, lo que nos define y lo que somos.
Y dos, porque nuestros conocimientos profanos, lo que hemos aprendido en la universidad, en el trabajo, leyendo o en cualquier otra actividad, nos han servido para construirnos, para construir nuestro ego actuante en el mundo, el personaje en que nos convertimos con el paso de los años, el que vive nuestra vida y se llama nuestro nombre. Ese personaje está llamado a ser superado, ya que el objetivo es que nuestra vida cambie de protagonista, que sea vivida por quien somos en realidad… este nuevo protagonista toma consciencia de que existe a medida que recibe e integra los conocimientos que le llegan a través del símbolo, de la intuición, de la imaginación, de la capacidad de establecer analogías, de la inteligencia… le entran a través de la piel gracias al trabajo masónico, o al trabajo iniciático en general. Esta persona «nueva» está destinada a crecer, mientras que el primer personaje debe ir haciéndose pequeño. He aquí el objetivo del trabajo iniciático.
Cargados de nuestras reliquias profanas como estamos, difícilmente somos conscientes de todo lo que podemos aprender si nos desprendemos de ellas. De hecho, a muchas personas les cuesta tremendamente dejar su mochila profana y simplemente abrirse, confiar, hacerse porosos a lo que se les ofrece en el ámbito del conocimiento iniciático, que es el que te lleva al conocimiento real y profundo de lo que somos, de lo que es.
Permanecen agarrados a su mochila, a su curriculum extenso y pesado, a sus logros profesionales, a sus títulos y honores… estas personas difícilmente conseguirán algo de valor ni estando en la Masonería ni en otro camino iniciático, porque apenas podrán trabajar de verdad como se exige, sin máscara, humildemente, con el entusiasmo con que un niño se enfrenta a lo nuevo. No es a ellos a quien quiero dedicar esta entrada.
Atreverse
Quiero dedicarla a las personas que aunque tengan aprecio por lo que son, por lo que han conseguido, algo totalmente comprensible y legítimo, tienen también la suficiente humildad como para decidirse a empezar, como recomienda Horacio, pero no lo hacen… ¿Por qué? Nunca es demasiado tarde, y empezar ya significa haber hecho la mitad del trabajo!
Atreveos a empezar, a entrar en la madriguera, atreveos a dar los primeros pasos, no estáis solos… sumergíos en lo que el camino os ofrece, no solo disfrutando de ello como simples ideas o conceptos… dejaos penetrar por el significado profundo que conllevan, por su poder transformador, por sus relaciones, por lo que les constituye y explica y mantiene su transmisión a lo largo de los siglos, de cultura en cultura, de libro sagrado en libro sagrado, de símbolo en símbolo, de iniciado en iniciado…
Uno puede disfrutar mucho de la lectura de un libro de alquimia — o de algunas otras materias– aún sin entender nada, el lenguaje es bello y sugerente… Sin embargo, sabiendo que podemos llegar a entender algo, ¿por qué conformarnos con la forma y no llegar a la sustancia? Es la sustancia lo que nos alimentará más allá del placer de la lectura o de satisfacer el intelecto, o de convertirnos en eruditos en una materia.
Nuestra misión
¿Es eso lo que buscamos? Es posible… Pero me parece mucho más estimulante y entusiasmante buscar la aplicación práctica de todo eso, buscar que ese conocimiento nos transforme… nuestra evolución, ese es el objetivo, nuestra misión es, nada más y nada menos, que el desarrollo del ser humano (puedes leer más sobre esto en la entrada «La misión«). Está claro que algo cambiará en nosotros, porque lo que sabes te hace, te cambia, y quizá sea eso lo que da miedo, en el fondo, por el apego a nuestro personaje.
Siempre he pensado que hay muchos masones que no llevan mandil, y no tengo duda de que esas personas son obreros conscientes en la evolución del mundo y de la sociedad humana, y que su aportación es fundamental en todos los ámbitos en los que tienen influencia. Es en ellos en quienes pienso, en quienes creo que pensaba Horacio cuando decía «empieza, atrévete» refiriéndose al trabajo interior.
Porque pienso que está claro que podemos y debemos, que es nuestro deber hacerlo y para eso, precisamente, me parece que estamos en este mundo absurdo. Podemos y debemos ir más allá, más al fondo, y rozar la verdad con la punta de nuestros dedos para que ella nos transforme en lo que debemos llegar a ser.
«Saber, poder, atreverse y callar»
Fulcanelli, en «El misterio de las catedrales»
¿Por qué renunciar a hacerlo?
Post Data: Un amigo me dice que esto «no le convence». Lo entiendo y se lo agradezco. Mi intención no es convencer… es mucho más modesta: señalar una puerta, si acaso… decir que sí que es posible. Señalar la puerta y callarme.
(La imagen que ilustra esta entrada es el cuadro «Silencio», del pintor simbolista francés Odilon Redon)
