Alquimia y química

¿Os interesa la alquimia? ¿Os provoca curiosidad? La curiosidad es muy útil y es una de las actitudes ante la vida que nos puede reportar conocimiento y alegría, porque nos empuja a emprender el camino de la búsqueda. Aunque en todas partes veréis que «curiosidad» viene del latín curiositas, que significa «deseo de saber», lo cual es cierto, la raíz de esa palabra proviene del griego κύριος (kyrios), que significa, directamente «Dios». Así pues, la curiosidad es una de nuestras facultades más altas y que nos abre la puerta al conocimiento. Comparten la curiosidad los buscadores y los exploradores, aunque sus mapas de viaje y sus objetivos sean distintos. Si sentís curiosidad por la alquimia, ese viejo arte medieval tan desconocido como minusvalorado, esto que viene os puede interesar. Advertencia: no es fácil.

No sé si conocéis al maestro Fulcanelli, alquimista moderno cuyas dos principales obras, “El misterio de las catedrales” y “Las moradas filosofales” son un compendio de alquimia tradicional trasladada a nuestros días.

Fulcanelli es lo que se llama un adepto, alguien que ha conseguido comprender y realizar el trabajo alquímico, cuyo objetivo no es fabricar oro, sino convertir una materia bruta concreta en la piedra filosofal, «la más pura, más resistente y más perfecta de las materias terrestres«. Lo de fabricar oro es una consecuencia, una posibilidad que ofrece la piedra filosofal, basada en el hecho sabido y admitido ya también por la ciencia tradicional de que la materia es una.

El don de Dios

Un adepto es un filósofo, porque los antiguos alquimistas equiparaban la Filosofía a su ciencia hermética –que procede de Hermes–, a la Gran Obra, llamada también El Arte Real. Como adepto, nuestro autor respeta el secreto más absoluto respecto a todo aquello que, en la Gran Obra, debe ser conocido solo por revelación divina o por la transmisión de un auténtico maestro, pero también tiene interés en ayudar a transitar el camino hermético a los discípulos sinceros y perseverantes, por lo que esos dos libros son tan claros como pueden ser e, igualmente, oscuros para quien no tiene la clave para traducirlos.

Y fijaos en esto, porque es importante, cierto y fundamental: hay cosas en la alquimia que solo pueden ser conocidas por revelación. Es lo que los herméticos llamaban «el don de Dios». Y eso se aplica sobre todo al primer paso: conocer cuál es la materia bruta sobre la que trabajar.

Sea como sea, Fulcanelli dedica un capítulo de sus moradas filosofales a la “Alquimia y la Espagiria”, y es muy claro respecto a las diferencias fundamentales entre la alquimia y la química, cuestión que habitualmente no es tratada con justicia en los escritos que uno puede leer por ahí, porque como ocurre en general con todo lo hermético, la confusión y el desconocimiento campan a sus anchas. Aunque esto no impide que haya miles de libros hablando sobre lo que en realidad sus autores desconocen.

La química no es hija de la alquimia

Fulcanelli defiende y demuestra, en esas páginas, que no es cierto lo que dice la química, lo que se ha aceptado como verdad sin investigar ni bucear, de que la química es heredera de la alquimia.

“Todos los autores que desde Lavoisier -dice- han escrito sobre la historia química, coinciden en profesar que nuestra química proviene, por filiación directa, de la vieja alquimia. En consecuencia, el origen de una se confunde con el de la otra. A la alquimia, se dice, le debería la ciencia actual los hechos positivos sobre los que ha sido edificada, gracias a la paciente labor de los alquimistas antiguos”.

Pero la antepasada real de la química, defiende y demuestra Fulcanelli, “es la antigua espagiria y no la ciencia hermética misma”. Explica que hubo en la antigüedad, y posteriormente en la Edad Media, dos órdenes de investigaciones en la ciencia química: la espagiria y la arquimia.

“Estas dos ramas de un mismo arte esotérico -dice Fulcanelli-, se difundían entre las gentes trabajadoras por la práctica de los laboratorios. Metalúrgicos, orfebres, pintores, ceramistas, vidrieros, alfareros, tintoreros, esmaltadores, destiladores… debían, igual que los boticarios, estar provistos de conocimientos espagíricos suficientes que, luego, completaban ellos mismos en el ejercicio de su profesión”.

Arquimistas y espagiristas

Los arquimistas, dice Fulcanelli, “formaban una categoría especial, más restringida, más oscura también, entre los químicos antiguos”. ¿Cuál era su finalidad? Dice Fulcanelli que “presentaba alguna analogía con la de los alquimistas, pero los materiales y los medios de que disponían para alcanzarla eran únicamente materiales y medios químicos”. Por ejemplo, transmutar los metales unos en otros, producir oro y plata partiendo de minerales vulgares o de compuestos metálicos salinos, etc.

Esto es lo que tradicionalmente se confunde con la alquimia, de manera que si le preguntamos a cualquiera en qué consistía este arte, seguro que responde: «en transmutar los metales en oro». Pero en realidad ese no ha sido nunca el objetivo de la alquimia.

El arquimista, en definitiva, era “un espagirista acantonado en el reino mineral y que prescindía voluntariamente de las quintaesencias animales y de los alcaloides vegetales”. Los arquimistas conformaban sus trabajos a la teoría hermética, así como la entendían, y ese fue el punto de partida de experiencias fecundas en resultados puramente químicos.

Bien, ya sabemos lo que era un espagirista, y lo que era, en su ámbito restringido a los minerales, un arquimista, ambos llamados también “químicos vulgares” o “sopladores” por oposición a los adeptos o filósofos, o sea, los alquimistas.

Y añade Fulcanelli: “los arquimistas han proporcionado a los espagiristas al principio, y a la ciencia moderna luego -se refiere a la química-, los hechos, los métodos y las operaciones de que tenían necesidad”. Pero la alquimia no entra en esta ecuación. ¿Por qué?

Nada es aleatorio

La alquimia no se basa en prácticas aleatorias de laboratorio, en fórmulas que cambian o se modifican según los resultados obtenidos. La alquimia se basa en los escritos herméticos, a veces incomprendidos por los investigadores profanos, apunta Fulcanelli, que precisamente gracias a esa incomprensión dieron lugar a descubrimientos que sus autores jamás habían previsto.

Y pone varios ejemplos: el fósforo de Brandt; las sales de antimonio de Basilio Valentín; el ácido benzoico de Blaise de Vignère o la acetona de Raimon Llull, entre otros. Eso no quiere decir que algunos de ellos no sean considerados, además, alquimistas, como Valentín y Llull.

Los textos herméticos, recuerda Fulcanelli, están reservados a los iniciados y es necesaria una «clave secreta» para poder descifrarlos. Nunca tendrá éxito quien los lea según el sentido que ofrece el lenguaje corriente, aunque en el transcurso de los trabajos pueda descubrir la acetona. El objetivo inicial no era ese.

Revelación divina

Pero, además, tampoco son los libros quienes enseñan la Gran Obra, o el Arte Real, o la ciencia de Hermes, o la alquimia, que para los antiguos era lo mismo que la Filosofía, la Sabiduría por excelencia. Recuerda Fulcanelli que “jamás aprenderán esta ciencia sublime a través de los libros, y que no puede aprenderse más que por revelación divina, por lo que se llama Arte divino, o bien por medio de un buen y fiel maestro”.

Aunque sí que es cierto que los libros son imprescindibles, y que su estudio paciente, serio y perseverante abre la puerta a posibilidades más altas.

Los libros herméticos son hermosos pero indescifrables para la gran mayoría, y por varios motivos. Primero, porque no están escritos para lectores literales, nunca quieren decir lo que parece que dicen, hablan en símbolos, imágenes y cábala fonética, por lo tanto, hay que buscar el significado real y oculto de muchas palabras en su raíz fonética y no en su uso literal. En segundo lugar, porque hacer esto significa un trabajo y un esfuerzo de toda una vida, y pocas personas están dispuestas a emprenderlo. Y tercero, porque como dice Fulcanelli, se necesita una revelación para poder empezar a entender esos escritos, y la revelación inicial necesaria es la que permite saber sobre qué materia bruta hay que trabajar. Sin esa clave, todo lo demás es inútil.

Como en tantas cosas, la única posibilidad se llama trabajo, trabajo, trabajo.

La ciencia de las causas

Unas páginas más adelante, en el capítulo “Química y filosofía”, Fulcanelli expone: “La química es, indiscutiblemente, la ciencia de los hechos, como la alquimia lo es de las causas. La primera, limitada al ámbito material, se apoya en la experiencia, en tanto que la segunda toma de preferencia sus directrices en la filosofía. Si una tiene por objeto el estudio de los cuerpos naturales, la otra intenta penetrar en el misterioso dinamismo que preside sus transformaciones. Es esto lo que determina su diferencia esencial y nos permite decir que la alquimia, comparada con nuestra ciencia positiva, la única admitida y enseñada hoy, es una química espiritualista porque nos permite entrever a Dios a través de las tinieblas de su sustancia”.

Así pues, “nuestra química lo debe todo a los espagiristas y arquimistas, y nada en absoluto a la filosofía hermética”, que enseña que “los cuerpos no tienen ninguna acción sobre los cuerpos y que solo los espíritus son activos y penetrantes”. Esta es la clave de todo: la alquimia trabaja con una materia concreta, pero lo que busca reproducir son las causas de una transformación posible y natural, en el laboratorio, gracias al trabajo conjunto de la Naturaleza y del Arte, o sea, con la ayuda del alquimista.

La Naturaleza sola produce oro, pero no produce la piedra filosofal. Para ello es imprescindible la ayuda del alquimista, del ser humano, que a su vez es también parte de la Naturaleza, su parte racional y consciente, de hecho. ¿No es hermoso?

Los espíritus

En alquimia, los espíritus tienen mucho que decir. ¿Y qué son esos espíritus? Fulcanelli lo explica así: “Para los alquimistas, los espíritus son influencias reales, aunque físicamente casi inmateriales o imponderables. Actúan de una manera misteriosa, inexplicable, incognoscible, pero eficaz, sobre las sustancias sometidas a su acción y preparadas para recibirlos. La radiación lunar es uno de esos espíritus herméticos”.

Recapitulemos:

Los espagiristas trabajan con todo tipo de esencias.

Los arquimistas trabajan con minerales, y cuando hablan de oro se refieren efectivamente al oro vulgar.

Los alquimistas nunca hablan claro sobre los materiales que utilizan y les han dado nombres simbólicos como mercurio, azufre y sal. Cuando hablan de oro nunca se refieren al oro vulgar y utilizan siempre símbolos y metáforas para referirse a la Gran Obra. Además, son los espíritus los que realizan, en realidad, cualquier transformación en sus vasos. El alquimista solo facilita, observa y espera… como San José en el nacimiento del niño Jesús.

Agricultura celeste

Termina este capítulo Fulcanelli con indicaciones aún más claras sobre la alquimia: “Y si se desea tener alguna idea de la ciencia secreta, diríjase el pensamiento al trabajo del agricultor y al del microbiólogo, pues el nuestro está situado bajo la dependencia de condiciones análogas. Pues igual que la Naturaleza da al cultivador la tierra y el grano, al microbiólogo el agar y la espora, lo mismo suministra al alquimista el terreno metálico apropiado y la semilla conveniente. Si todas las circunstancias favorables a la marcha regular de este cultivo especial se observan rigurosamente, la recolección no podrá dejar de ser abundante…”.

Por eso se llama a la alquimia «agricultura celeste», y algunos maestros aseguran que en realidad el agricultor/alquimista solo tiene que preparar la tierra, sembrar la semilla y cuidar de ella. Ah, y encomendarse a la Naturaleza. ¿No os parece que en la vida muchas cosas importantes funcionan así? Preparar la tierra y sembrar la semilla… y esperar.

“En resumen -termina-, la ciencia alquímica, de una simplicidad extrema en sus materiales y en su fórmula, sigue siendo, no obstante, la más ingrata y la más oscura de todas, debido al conocimiento exacto de las condiciones requeridas y a las influencias exigidas. Ahí radica su aspecto misterioso, y hacia la solución de este arduo problema convergen los esfuerzos de todos los hijos de Hermes”.

El camino

A los lectores a quienes les interese el tema, les recomiendo la lectura no solo de este capítulo en “Las moradas filosofales”, sino también del capítulo “La alquimia medieval”, donde Fulcanelli habla de los orígenes de la alquimia y del significado de su nombre, y el capítulo “Química y filosofía”. De hecho, les recomiendo la lectura completa de ambos libros, porque aunque no quieran entregarse a la Gran Obra e instalar un laboratorio en casa, ambos escritos son de una belleza muy evidente.

La Alquimia es un camino, un proceso doble de conocimiento y práctica. Leeréis en muchos libros que en realidad solo existe la «alquimia espiritual», pero eso no es cierto. El alquimista emprendía –y emprende– un doble camino: por un lado, el trabajo sobre una materia bruta concreta para transmutarla en piedra filosofal y por el otro, su propia transformación como ser humano. Mientras sutiliza y purifica la materia, se sutiliza y purifica a sí mismo. Para ambos, materia y filósofo, el proceso es similar: el paso de una materia bruta, impura e imperfecta, que en Masonería recibe el nombre de «piedra bruta», a una materia pura y perfecta, que en Masonería se llama «piedra cúbica». Se trata de llevar a ambos, materia y ser humano, a realizar su máximo potencial cada uno según su naturaleza.

Como en muchos otros campos, el trabajo, el proceso, llevado a cabo con fe, seriedad, perseverancia y entrega incondicional, también transforma al que lo realiza. Lo que haces, te hace.

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