«El fuego nos envuelve y nos baña por todas partes. Viene a nosotros por el aire, por el agua y por la misma tierra, que son sus conservadores y sus diversos vehículos. Lo encontramos en todo cuanto nos es próximo y lo sentimos actuar en nosotros a lo largo de la entera duración de nuestra existencia terrestre. Nuestro nacimiento es el resultado de su encarnación; nuestra vida, el efecto de su dinamismo; y nuestra muerte, la consecuencia de su desaparición».
Fulcanelli, «Las moradas filosofales»
Los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, son poderosos cada uno a su manera. Pero el fuego es el más poderoso de todos, porque no solo da la vida a la materia y se la quita, sino que también tiene el poder de transformarla, de convertirla en algo distinto fruto de un proceso lento y normalmente, oculto. La Naturaleza es un ejemplo constante de ello.
El fuego anima y modifica los otros tres elementos, y cualquier acción sobre la sustancia, sobre la materia, es imposible sin su concurso. Dice Fulcanelli que, en cuanto a la sustancia, «esta fuerza espiritual [el fuego] es capaz de penetrarla, de moverla y de volver en acto lo que tiene en potencia«.
Y sabemos que es así si observamos el proceso de la generación, la vida y muerte de todo lo que es.
El fuego quema, es cierto, destruye, pero también da la vida y, algo igualmente importante: limpia, templa, endurece, purifica.
Deméter y el ritual
Cuenta la mitología griega que la diosa Deméter intentó hacer inmortal al niño Demofonte, cubriéndolo de ambrosía, respirando su aliento sobre él y pasándolo cada noche por el fuego, sin que sus padres lo supieran. El proyecto fracasó al sorprenderla la madre de la criatura y claro, no entender nada. En su descargo hay que decir que la diosa había adquirido la forma mortal de una mujer anciana, y la madre del niño, que no sabía quién era, se asustó al ver a su hijo en las llamas. La diosa se enfadó mucho porque era evidente que los humanos desconocían los ritos y no les daban importancia, fastidiándolos, además. Y así, Demofonte no se convirtió en un dios y siguió siendo mortal. Esta debe ser una de las pocas veces en que un mortal desbarata las intenciones de un dios.
El fuego siempre ha tenido un papel relevante en el ritual humano, siempre ha representado la presencia de lo divino, lo trascendente. Y así sigue siendo. Prometeo robó el fuego del cielo para animar al hombre que, como Dios –dice Fulcanelli–, había formado con el limo de la tierra. Vulcano, el dios del fuego y la forja, crea a Pandora, la primera mujer, a la que Minerva anima insuflándole el fuego vital. «Tratar de descubrir la naturaleza y la esencia del fuego es tratar de descubrir a Dios, cuya presencia real siempre se ha revelado bajo la apariencia ígnea«, nos recuerda Fulcanelli. La zarza ardiente es una constante en los libros sagrados.
Aún en nuestros días seguimos practicando rituales relacionados con el poder del fuego, desde encender una vela en casa a prender las hogueras de la noche de San Juan, o las fallas, en Valencia. Entregar lo viejo –lo muerto– al fuego es algo que los humanos hemos hecho seguramente desde siempre, con el deseo de renovación. Entregar algo al fuego no nos parece triste, no nos parece que ese algo muera, que lo matemos… En realidad, es más bien como si se transformara en otra cosa, como si le diéramos una vida más etérea.
Por eso podemos quemar los restos de la poda de nuestro jardín sin remordimiento, o podemos prenderle fuego a una falla que ha costado un año de trabajo construir. Crear algo con la única finalidad de que sea consumido por el fuego me parece hermoso, porque es cierto que se hace por placer, en un ejemplo de total desapego al objeto, pero también para algo más, algo que tiene que ver con un sentimiento muy ancestral. El fuego no es el fin, sino el principio de otra cosa, y en nuestro interior lo sabemos.
La chispa que vive en todo
Ese fuego que nos anima es el mismo siempre y en todos, en todo. Porque en este mundo no existe nada que no lo posea, que no posea esa chispa. En este sentido, nada está inanimado. Nada nace en la Naturaleza, nada es creado por la Naturaleza, sin parte de ese relámpago. Dice Fulcanelli:
«Mientras dure el fuego la vida irradiará en el Universo. (…) Mientras dure el fuego, la materia no cesará de proseguir su penoso ascenso hacia la pureza integral, pasando de la forma compacta y sólida (tierra) a la forma líquida (agua) y, luego, del estado gaseoso (aire) al radiante (fuego). Mientras dure el fuego, el hombre podrá ejercer su industriosa actividad sobre las cosas que lo rodean, y gracias al maravilloso instrumento ígneo, someterlas a su voluntad propia y plegarlas y sujetarlas a su utilidad».
Este fuego es la chispa divina, el alma encarnada, la vida infusa en la materia. Todo en el Universo tiene su chispa vital, chispa divina prisionera en las cosas, laboriosa e inmortal, que se escapa del Creador para asociarse «a la materia vil, hasta la completa consumación de su periplo terrestre«. Realizado ese periplo, la chispa regresa «a su hogar ardiente, único y puro» de donde procede y vuelve a ser una con el Uno.
Esa es la idea que tienen los filósofos de la fusión del espíritu humano con el espíritu divino: cómo el Uno se convierte en muchos que, a su vez, tras un viaje de autoconsciencia, volverán al Uno del que, en realidad, nunca fueron distintos.
El fuego de la pasión
En un orden más terrenal, el fuego que a veces sentimos dentro de nosotros se manifiesta de muchas formas, en pasión, deseos, furor creativo, coraje, generosidad, ímpetu para acometer cualquier reto… es una fuerza motora que nos impulsa, pero que también puede arrollarnos, «quemarnos». Una fuerza que toma mucha de nuestra energía y la concentra en un objetivo a veces único, y a veces, imposible.
Los sabios siempre recomiendan controlar ese fuego interior, porque dicen que los deseos son un lastre y uno de los principales motivos de infelicidad en este mundo. Pero también es cierto que la Humanidad ha necesitado de la pasión –y de su hermano pequeño el deseo– para avanzar, para lograr, para subsistir, para inventar, para poder, para crear, para resistir, para amar. Ha sido y es un motor, colectivo e individual.
Sin embargo, no olvidemos que esta palabra, pasión, significa, etimológicamente, sufrimiento.
Lo puro de lo puro
El fuego es, dice Fulcanelli, el «principio puro por excelencia y manifestación física de la pureza misma«. Y lo demuestra la palabra griega πυρ (pir) con que es designado el fuego. Exactamente la misma pronunciación del calificativo francés pur (puro). Y también origen de la palabra púrpura, que fonéticamente es πυρ-πυρος, o sea, lo puro de lo puro. Púrpura es el color, y también la constitución ígnea, de la piedra filosofal, «la más pura, más resistente y más perfecta de las materias terrestres«.
Bonito, ¿verdad? Es que el fuego realmente es lo que somos, lo que nos anima y nos mueve. Nos rodea, se deja ver con múltiples disfraces en la Naturaleza y en nosotros, pero no tendría que conseguir despistarnos: es uno y el mismo fuego actuando en todos y en todo. Creador y destructor, claro que sí, pero siempre vivificador, purificador, regenerador. Es lo que somos, creamos o no, nos guste o no, seamos seres pasionales o racionales, exploradores o buscadores, amantes o amados… el fuego es lo que somos y no debería darnos miedo.
