El poder de la palabra

No sé si habéis experimentado alguna vez el poder de la palabra. Imagino que sí, porque es difícil sustraerse a su efecto… hay palabras que dan vida y otras que la quitan, que ayudan o hunden, que tienen un efecto balsámico, o revolucionario, o purificador… hay palabras que acogerías en tu pecho y les harías allí un nido para que viviesen siempre cerca de tu corazón, pero hay otras palabras que tienen veneno y han sido juntadas para confundir, para manipular, para conseguir un fin que las prostituye, que las disfraza de verdad, pero las aleja en realidad de lo que deberían significar y buscar. Una sola palabra te lanza a las estrellas o te deja inseguro, dubitativo, como alejado de ti mismo.

Sin duda la palabra es una fuerza poderosa que penetra todo nuestro ser, no entra en nosotros solamente a través del oído o de la vista, sino que tiene la capacidad de atravesar nuestra piel y mostrar sus efectos -o guardarlos en secreto- en todo nuestro cuerpo, hasta el alma.

Pero, ¿de qué nos extrañamos? ¿No fue acaso con la palabra con lo que se creó el mundo? ¿Podemos imaginarnos algo más poderoso que esto?

Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Exista la luz». Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz «día» y a la tiniebla llamó «noche».

«Exista la luz»… y la luz existió. No se me ocurre una idea más poderosa.

Pero no termina aquí el poder de la palabra, porque cuando a través de ella algo ha venido a la creación, luego hay que ponerle nombre. Es otro atributo importante de la palabra: caracterizar todo lo creado, darle existencia y presencia, es crear la arcilla pero también es darle forma en múltiples objetos y seres diferentes entre ellos, cada uno con su nombre.

La importancia del nombre

Y ahí interviene el hombre, porque Dios le invita a que ponga nombre a todos los animales domésticos, salvajes y a las aves que acaba de modelar con barro, como hizo antes con él. Así, decide compartir con él, con nosotros, el poder de la palabra. Nos la da, nos la deja en herencia.

Por eso es tan importante el nombre. El que nos dieron al nacer, pero también el nuestro de verdad, el real, que es (casi) secreto. Quizá también nosotros, como cuenta en su poema T.S. Eliot sobre los gatos, tengamos tres nombres: el que nos da nuestra familia, el que nos identifica de verdad, y el nombre secreto que (casi) nadie conoce.

Queda otro nombre, pero no hay accesos.
Sólo el gato conoce el tercer nombre
y nunca lo dirá a ningún hombre
por mucho que lo mimen con mil besos.

Así que, cuando a un gato ensimismado
contemples, es seguro que, coqueto, en su mente repite el gran secreto,
como un mantra sagrado

impronunciable
pronunciable
pronuncimpronunciable
inescrutable, hondo, singular,
su Nombre de verdad.

T.S. Eliot «El nombre de los gatos»

La trama del Universo

La palabra es poderosa porque es de lo que todo está hecho… es nuestra esencia y nuestra sustancia, reúne el poder de existir y de hacer existir, por ella somos nosotros y es todo. La palabra es, nada más y nada menos, que la materia y la energía con las que está tejido todo lo que es, también nosotros. Es la vibración que activa la trama del Universo, y es esa misma trama. Casi marea pensarlo…

Ese poder es nuestra herencia y seguimos teniéndolo, pero es que además, esto nos da una pista muy veraz de cómo funciona este mundo. El Hombre no crea desde cero, pero su tarea es infinita, porque tiene que hacer, principalmente, dos cosas: cultivar y cuidar lo creado. O sea, el hombre tiene por deber aumentar el poder de lo creado, ser capaz de hacer que dé fruto, y ser capaz de mantenerlo y transmitirlo. Y la palabra sigue siendo una herramienta fundamental para poder hacerlo. Pienso que, además, tiene también el deber de admirar lo creado… se admira lo que se ama, y al revés.

Una herramienta (in)falible

Pero es innegable que esta herramienta, como ocurre con todas las herramientas, puede ser bien y mal utilizada. La palabra se deja maltratar, no se rebela, no está en su naturaleza negarse a salir de la boca o borrarse a sí misma de un escrito o del corazón… su único desafío es que en el fondo, sigue significando lo que su esencia marca, seamos nosotros ignorantes o no de ello, mercadeemos con ella o la respetemos, la utilicemos para el bien o para el mal. Podemos llevarla y traerla, pervertirla o amarla, utilizarla para la mentira o para la verdad, pero ella sigue siendo fiel a sí misma, a su significado auténtico, que no cambia a pesar de nuestra voluntad y falta de cuidado o ignorancia. La verdad no se impone, ni convence por la fuerza, simplemente es y se basta a sí misma.

Todos hemos oído la expresión «ser un hombre de palabra», o que hubo un tiempo en que los tratos se cerraban de palabra y con un apretón de manos. Algunos tenemos la suerte de haber conocido a personas así, para quienes su palabra valía tanto como ellos, de hecho, su palabra y ellos eran lo mismo.

«Te doy mi palabra» todavía debería significar algo entre nosotros. Dice Ibn Hazm (Córdoba, 994-1063) en «El collar de la paloma», que conoció a un amante que le decía a su amada: «Hazme una promesa aunque no vayas a cumplirla». Y añade: «Se tenía por pagado con el consuelo que le daba la promesa, aunque fuese falaz».

Nuestro compromiso

Así de poderosa es la palabra aún hoy, por suerte, para quienes aceptan este poder y deciden vivir en coherencia con él, como monjes guerreros dedicados en cuerpo y alma a una idea. La palabra por lo que es, por lo que representa, por a dónde nos lleva, por lo que nos da y por lo que somos capaces de construir con ella, por lo que nos hace sentir, por lo que nos enseña, porque es fundamental y merece respeto, porque no puede defenderse a sí misma frente a los abusos de los desalmados.

Por eso, mercaderes de la palabrería, proxenetas de la verdad, no penséis que vais a saliros con la vuestra porque nos inundéis con un chorro de pobres palabras prostituidas y esclavas de vuestra mentira y vuestros intereses. Sabemos leer entre líneas y vuestra amenaza no nos asusta. Nos hemos entregado a la palabra, hemos prometido, en nuestra alma, defenderla. La amamos, no nos servimos de ella. Podéis intentar ahogarnos en la marea de vuestra indignidad, malos de pacotilla, pero no vais a poder con nosotros. Quizá no seamos más, pero sí somos más fuertes: valemos lo que nuestra palabra. Y nos hemos comprometido con la verdad.

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