El jardinero japonés

No sé dónde leí que la cosa que más fascina a los seres humanos son los demás seres humanos. Y pienso que es cierto, nos encanta observar, analizar, prever, desear, criticar, conocer, hacer como que conocemos a las personas que nos rodean, a las que apreciamos especialmente y a las que no. Realmente muchas veces prejuzgamos y juzgamos desde el más absoluto desconocimiento, porque nunca se llega a conocer de verdad a alguien, todos sus matices, toda su profundidad…, y por eso tan a menudo nuestros juicios están equivocados.

También he leído –y tampoco recuerdo dónde– que aquello que vemos en los demás es lo que realmente llevamos nosotros dentro, así que cuando no tenemos compasión criticando a alguien lo que hacemos es realmente lanzar contra esa persona lo que no nos gusta de nosotros mismos. Las relaciones son complicadas, entra mucho en juego… y si encima nos fiamos de apariencias o prejuicios, el fracaso está asegurado. Y si recurrimos al sentimiento fácil, peor.

Hace unos años me contaron una anécdota de película. Me la contó alguien sobre un amigo suyo, nacido en Filipinas, en las afueras de Manila. Su familia tenía tierras y sus abuelos vivían en una especie de mansión, con jardines y servicio. Debía ser sobre 1938.

Como la casa tenía un jardín de dimensiones considerables, la familia decidió incorporar al servicio a un jardinero especializado, como personal fijo de la casa. El jardinero era japonés y al parecer, trataba a las plantas con sensibilidad y amor, las entendía, mantenía con ellas una relación especial y casi mágica. El jardinero japonés consiguió un jardín único, con atención y esmero. Los propietarios de la casa eran felices porque tenían un jardín que era la envidia y la admiración de todos, y un jardinero japonés discreto, disciplinado y servicial. No era muy emotivo –dicen que los japoneses no lo son–, pero sí era muy educado y tenía una mano como nadie para las rosas.

Cuando, en diciembre de 1941, el ejército de Japón invadió Filipinas, resultó que el jardinero japonés de esa familia… era en realidad un general!! Todo ese tiempo, mientras cuidaba de los geranios y las dalias, estudiaba, recogía información, espiaba las defensas de Manila pensando en la invasión…

Esta historia me sorprendió y me hizo reflexionar. Y me recordó una frase de la película «El último Samurái», que es hermosa a pesar de Tom Cruise: «desde que se levantan de la cama hasta que vuelven a acostarse, los japoneses se entregan, en todo lo que hacen, a la perfección«. El general del ejército japonés cuidó del jardín durante tres años como si realmente aquello fuera su objetivo en la vida, mientras trabajaba también para otro objetivo superior. Pero ni las dalias ni los rosales estuvieron faltos de atención y cuidados. Mientras hacía de jardinero, era jardinero.

Aquel hombre era capaz de guardar un secreto, una gran virtud. Trabajó con humildad al servicio de una familia «enemiga» durante tres años. Nadie notó que fuera un «enemigo» planeando la invasión, nunca fue soberbio, ni descuidado, ni desatento. Paciencia, perseverancia, intención consciente, autocontrol, esfuerzo dirigido a un fin… pero mientras ese objetivo no llegaba, por el camino, no se olvidó de la perfección.

Claro que también podemos darle una lectura contraria: falsedad, hipocresía, traición, cobardía… pero los abuelos de la persona que contaba la historia no lo vivieron así, sino que cuando conocieron la auténtica identidad del jardinero quedaron fascinados, y agradecidos en nombre de sus flores. Por eso hablaba al principio de la fascinación que pueden generarnos los demás, al menos, algunas de las personas que se cruzan en nuestro camino. Si fuésemos capaces de dejar de lado intereses y sentimientos –nuestro ego herido y egoísta–, si fuésemos capaces de juzgar neutralmente, o de no juzgar en absoluto, las actitudes de los demás, pocas veces les censuraríamos y podríamos entenderles mejor… entendernos mejor.

La verdad es que me genera admiración lo que el jardinero japonés fue capaz de hacer. Igual que la reacción de los dueños de la casa. Uno hizo lo que tenía que hacer, simple y sencillamente de forma justa y perfecta, mientras fue jardinero. Entonces no tenía enemigos. Y los dueños de la casa no apelaron a sentimientos traicionados: ellos habían contratado un jardinero y eso es lo que habían tenido, y no un jardinero cualquiera. Ni rastro de odio en ninguna de las dos partes.

Conocerse, reconocerse y agradecer el breve espacio de tiempo en que se cruzan nuestras vidas. Y no olvidarnos, por el camino, de la perfección. Porque como la belleza, es una guía cierta hacia la verdad.

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