En esta sociedad de superlistos, donde burlar al otro y ser el más rápido en llegar a la mesa para servirse se considera un valor -es la publicidad quien ahora nos informa de cuáles son los valores de la sociedad en la que vivimos-, la inocencia ha perdido todo su brillo. Muchas veces incluso equiparamos a una persona inocente con un tonto, con cierto desprecio. Hablamos de lo bonita que es la inocencia de los niños, pero en el fondo queremos cambiarla cuanto antes por otra cosa, que crezcan y aprendan lo dura que es la vida. ¿Por qué nos disgusta tanto la inocencia? No sé si os lo habéis planteado alguna vez.
Porque en realidad no pretendemos que los niños maduren. En esta sociedad ni los adultos son maduros, vivimos en un permanente síndrome de Peter Pan. O sea, que el ansia por acabar con la inocencia infantil no es para ofrecer a esas pequeñas personas los beneficios de la madurez emocional y psicológica, que tanto cuesta incluso a los cuarentones. Es otra cosa, es acabar con la inocencia porque molesta, quizá porque nos recuerda que nosotros también fuimos inocentes en un momento, hasta que pronto tuvimos que dejar de serlo.
Bien, pues no. No estoy de acuerdo. No es justo, ni bueno, ni conveniente que sea así. La inocencia es un bien valioso que es preciso reivindicar. Hoy pienso que ser inocente es una gran victoria, conservar la inocencia frente a tanto interés por eliminarla del planeta me parece un éxito considerable, una prueba de que podemos ser invencibles.
Vayamos al diccionario
Busco la palabra en la RAE, y me aparece esto:
inocente
Del lat. innŏcens, -entis.
- adj. Libre de culpa.
- adj. Dicho especialmente de una acción: Que pertenece a una persona inocente.
- adj. Cándido, sin malicia, fácil de engañar.
- adj. Que no daña, que no es nocivo.
- adj. Dicho de un niño: Que no ha llegado a la edad de discreción. La degollación de los inocentes.
- adj. coloq. ignorante.
La palabra inocencia viene del verbo latino «nocere», que quiere decir «hacer el mal, perjudicar». Con la partícula «in» delante, queda neutralizada esa acción negativa y por la magia de las palabras pasa a significar justo lo contrario: alguien inocente es alguien que no hace daño, que no perjudica, que es inofensivo.
Yendo más lejos, la palabra inocencia vendría del grupo léxico «necare/necem», que, atención, implica la idea de matar… pero es aún peor: no matar activamente, sino la idea de «hacer morir», «dejar morir». Uno puede hacer daño por acción y por omisión… y este último caso es el que indica la palabra. Pero de nuevo, la partícula «in» pone las cosas en su lugar y deja claro que un inocente, además de no hacer el mal y ser inofensivo, también sería alguien que no deja morir, por lo tanto, que ayuda a vivir. La inocencia nos ayuda a vivir.
El tonto del pueblo
Pero fijaos en las definiciones de la RAE: cándido, fácil de engañar, ignorante (coloquialmente). Prácticamente se equipara al tonto, al pánfilo. Y la RAE nos dice del pánfilo algo sorprendente:
pánfilo, la
Del n. p. lat. Pamphĭlus, y este del gr. πάμφιλος pámphilos ‘bondadoso’.
- adj. Cándido, bobalicón, tardo en el obrar.
Viene del griego y quiere decir bondadoso. Pánfilo, literalmente, es «el amigo de todos», pan + filo.
Me recuerda a esa carta 0 del Tarot de Marsella, ese personaje que camina despreocupado por el mundo, sin más equipaje que un hatillo a la espalda, un bastón en el que apoyarse, y por compañía, solamente, un perrillo juguetón.

Esta carta se llama El Loco, Le Fou, Le Mat, y lleva el número 0, por lo tanto puede ir delante o detrás de las demás. Es ese mismo del que hablábamos, el pánfilo, el bonachón, el inocente, el cándido, que no se ocupa en las cosas de este mundo, que sonríe ante el vuelo de una mariposa y no le preocupa que el perrillo le vaya rompiendo los pantalones mientras caminan.
Pues bien, esta carta somos nosotros lanzados a este mundo. Nos representa a cada uno de nosotros iniciando el viaje de la vida, en el que tendremos que sufrir pruebas y aprender verdades. Pero no las verdades crueles e interesadas, sino las verdades esenciales de la vida y la naturaleza.
Empieza su viaje con muy poco, no sabemos por dónde pasará, qué cosas podrá aprender, cómo esas cosas le cambiarán, a qué le dará importancia y a qué no. Pero sí sabemos que terminará el viaje con muy poco, como lo empezó. Lleva consigo todo lo que es suyo al empezar, y cuando termine su viaje no se llevará nada material de lo que haya acumulado. Solo lo que realmente vale la pena asumir y conservar, lo que haya visto, escuchado, olido, disfrutado, aprendido… y todos sabemos que nada de ello es material.
Tales de Mileto
Ayer, buscando en internet información sobre el sabio griego Tales de Mileto, del que dicen que fue el primer filósofo de occidente, me encontré también con la palabra «inocencia» en ese sentido minusvalorado que solemos darle.
Fue en una página donde hablaban de él, de lo que pensó, reflexionó, dijo y descubrió, aunque sin muchas certezas porque todo lo que sabemos de Tales es a través de terceros.
Dicen de él que fue el primer filósofo porque fue el primero que intentó explicarse mediante la razón los fenómenos naturales, mirar el mundo y encontrar una explicación a todo que fuera más allá de la acción directa de los dioses. Habló del agua como del primer principio del que luego sería creado todo lo que existe, previó solsticios y equinoccios, fue matemático, geómetra, astrónomo, físico… tuvo claro que «Todo es uno», que todo lo que existe tiene alma y está hecho de lo mismo y proviene de lo mismo. Casi nada.
Bien, pues de este hombre, que nació en el 624 antes de nuestra era y al que llamamos «el primer filósofo de Grecia», que es considerado el iniciador de la especulación científica y filosófica griega y occidental, esa página web de cuyos datos no dudo y que seguro que está hecha con dedicación y atención, se permite decir que: «… el de Tales es un modo de pensar —si bien, en cierta medida, aun inocente— que deja ya de lado las explicaciones míticas de los fenómenos naturales. Solo por eso merece el calificativo de filósofo». Nadie, ni Tales de Mileto, es suficientemente listo para nosotros, los apóstoles de la no-inocencia.

Nuestra patria
Para mí la inocencia es un regalo maravilloso que se nos hace a todos cuando nacemos, un auténtico superpoder que está en manos de los niños y que perdemos al crecer. Esta es una triste victoria del mundo, del día a día, de las decepciones, de las urgencias, de las esperanzas frustradas, de los engaños, de aquellas cosas que «nos hacen crecer».
Pero qué maravilloso sería si pudiésemos conservar algo de esa inocencia dentro de una cajita, como si fuese levadura o un polvo mágico, para olerlo o utilizarlo ante casos de necesidad, cuando los listos del mundo nos avasallen, cuando no entendamos cómo puede estar pasando lo que pasa, cuando nos quieran hacer creer que somos tontos y que lo absurdo, lo perjudicial, lo injusto «es normal».
Pienso que seríamos más felices, y seguramente, con una mayor dosis de inocencia, el mundo sería menos feo y ofensivo y desagradable y mucho más constructivo, imaginativo, sincero, fresco.

La capacidad de sorpresa, de imaginar sin límite, de no atenerse a convenciones sociales que nos encorsetan y moldean según una moral y unos intereses, la capacidad de entusiasmarte frente a las cosas más simples, de admirar la naturaleza, de amar a los animales, de compartir como hacen los niños en el colegio, la capacidad de estar alegres simplemente por el hecho de ver un nuevo día, de no tener miedo, de no preocuparnos por lo que no es importante, de sonreír, de agradecer…
¿Por qué somos tan combativos contra la inocencia? ¿Por qué nos burlamos de ella y la arrinconamos con las cosas inservibles? ¿Por qué exigimos a los niños que la superen cuanto antes? ¿De verdad nos sentimos cómodos en el mundo de los listos que vemos en los anuncios de la tele, de los listos que vemos cada día conduciendo, en la compra, en el colegio, en el trabajo?
La inocencia es nuestra patria. Somos exiliados. Y lo peor de todo es que no tengo claro que volver a ella sea posible simplemente por voluntad. Quizá ese brillo se pierda para siempre y estemos condenados a ser seres aburridos, previsibles, grises, cabizbajos y tristes, mirando al inocente con desconfianza y envidia.
